OPINIóN
Actualizado 10/12/2013
Fernando Segovia

Nos hemos hecho demasiado finos. Creo que nos despegamos demasiado de una realidad rural imperante hasta hace bien poquito y de la otrora subsistencia que permitió a tantas y tantas generaciones (y casi la mía, afirmo) sobrevivir con las proteínas del sector primario. Ahora (quien no sea vegano, claro, que yo no lo soy) come carne, pescado y otros derivados de modo muy natural y cotidiano sabiendo que todo viene debidamente de supermercado (o de comercio minorista, que tanto da) y que nada, nada está contaminado. Contaminado ni biológicamente ni, mucho menos, moralmente. Sobre todo moralmente. Nada nos importa la muerte del animalito que pasa directamente a nuestra nutrición fagocitadora. Ese animalito no tiene nombre a lo Walt Disney ni es protagonista del documental de la dos. Yo, al menos, me lo como sin pensar más allá de cómo está este pescado o este chuletón. Pero, claro, yo tampoco abomino de los espectáculos taurinos ni de las matanzas (de cerdos, se entiende).

Desde que nos hicimos alto o medio burgueses cultos, desarraigados (eso, de la raíz), finos, de pensamiento heterodoxo (u ortodoxo, que no sé bien qué) responsable y moralmente intachables, pues nos apartamos de todo aquello que supusiera tufillo molesto del pasado común. Y hasta nuestro pasado bien reciente de sobrevividores rurales nos molesta. Y si cabe también, el de animales depredadores que somos desde siempre. Asesino el abuelo que se cargaba al cerdo por san Martín. Asesina la abuela que preparaba las morcillas y chorizos en connivencia con el abuelo. Y asesinos los que nos comimos aquello sanguinolento. Ah, pero todo es distinto si lo mata Pryca, Eroski o quien sea. Nosotros no lo vemos. Ni nuestras conciencias. Suponemos que lo matan bien. En orden. Leyéndole sus derechos, debidamente aturdido, siendo engordado correctamente y sin sufrimientos ni espectáculos inútiles. Todo esto es mucho suponer. Como si la muerte del bichito sea otra muerte, menos muerte, no la muerte de verdad. Pero así es nuestra civilización de finos depredadores hipócritas. Parece ser sólo el modo lo que nos aterra del asunto. ¡Acabáramos! Pero los langostinos, para chuparse los dedos, y el tostón, oiga, finísimo, riquísimo. El caso es no saberse si tenía nombre o no el animalito, si había sido o no protagonista de un documental de la dos, o que nadie de la familia haya manchado su mano (o su conciencia) de sangre. Con eso ya, tranquilos. A verduritas sólo, caray, que también nutren. Pobres abuelos nuestros, que pronto los olvidamos.

(Después de este soliloquio pelín exagerado, espero seguir siendo buen amigo de Ángel, de Victorino y de Arina, a quienes admiro y reconozco en sus esfuerzos, y les mando un abrazo desde aquí, claro está, que lo cortés no quita lo valiente)

 

 

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