OPINIóN
Actualizado 09/12/2013
Tomás Hijo

Como todo el mundo sabe, los reyes magos no eran un lampiño negro, un barbudo cano y otro bermejo. Ni mucho menos. Eran tres persas cobrizos, de mediana edad, muy lucidos, las barbas bien aceitadas y cuajadas de cuentas de ópalo y lapislázuli. No viajaban en camellos, sino a lomos de tres yeguas oscuras y bien enjaezadas y, detrás, en lugar de tres pajes efebos, marchaba una columna de trescientos lanceros acorazados a caballo. Tampoco eran exactamente magos, sino sabios ?astrólogos, para ser más exactos? y, por supuesto, no eran reyes, sino servidores de un monarca que, por lugar y tiempo, tuvo que ser Fraates V, hijo de Fraates IV de los partos. Fraates V había dado dineros, montura y escolta a los tres eruditos para que persiguieran una centella azulada que había cruzado el cielo de la ruinosa Babilonia hacia el Oeste.

Los sabios fatigaron muchos caminos tras la estrella errante. Avanzaban de noche para no perderla, y por el día dormían sobre almohadas perfumadas de opio para convocar sueños proféticos. Cada mañana ponían en común las imágenes sembradas por los dioses en sus espíritus durmientes. Nada de nada. Tal vez no llevara profecía alguna el cometa aquél.

Una noche, el mayor de los tres sabios, que iba haciendo cálculos con el astrolabio,  sintió frío en la punta de la nariz. Bizqueando, vio que allí se había posado un gran copo de nieve. Envolvió el artilugio en su paño de seda y miró a su alrededor. Todo estaba cubierto de un manto blanco. Los tres sabios se miraron con extrañeza y pidieron a sus lacayos las capas de marta cibelina y los guantes de borrego armenio. Se miraban de reojo. Ninguno podía recordar cuándo la noche templada se había cuajado de nieve. No comentaron nada entre ellos, pues no eran muy amigos y pretendían saberlo todo.

Ante ellos se desparramaba un pueblo de casitas dispares: entre los cubos de adobe que parecían típicos de la zona aparecían cabañas germanas y otras arquitecturas nunca vistas. Todas, por algún extraño efecto de perspectiva, parecían mostrar distintas escalas: un pozo de polea y cubo dejaba pequeñas a unas palmeras que, a su vez, daban sombra a un castillo por cuyas almenas asomaba un solitario soldado romano. Cruzaba todo el paisaje un río de aguas demasiado plateadas y aquí y allí un sinfín de personajes se entregaba a sus faenas: los pastores portaban a hombros sus corderos, las lavanderas alzaban las palas y un pescador se sentaba, paciente, junto a un puentecito pintoresco. Un hombre defecaba a la vista de todos, tal vez como muestra de la abyección de aquél pueblo extranjero y extraño. Pollos, patos, ovejas, cerdos, cabras, vacas y hasta insólitos cisnes conformaban la fauna de aquél lugar, y en cada ventanita desigual titilaba una luz cálida y hogareña. En el centro de la aldea se alzaba un enorme establo vacío. La estrella errante estaba sobre el pueblo, tan próxima que parecía hecha de purpurina plateada. A buen seguro iba a caer cerca.

Los persas que, como es sabido, no son de precipitarse, empezaron buscando alojamiento.

?No hay ni una habitación libre, señores, por no sé qué de un censo del rey Herodes, y tal.

Y los persas, que tampoco son de amilanarse, sacaron los salvoconductos reales y amenazaron al posadero con acampar a los trescientos lanceros catafractos en la plaza del lugar aquél ?que, por cierto, se llamaba Belén de Judea? y darles suelta en las tabernas. Así que el posadero echó a unos traperos cretenses de una alcoba y alojó a los astrólogos. A los lanceros los mandaron a un prado al lado del río. Allí pastaba una vaca minúscula junto a unas gallinas que parecían, en comparación, monstruosamente grandes.

El posadero pidió los nombres a los sabios para el libro de registro, que Herodes era muy mirado con esas cosas.

?Somos Larvandad, Gushnasaf y Hormisdas, astrólogos partos titulados, servidores de Fraates V, hijo de Fraates IV, gran rey de reyes, evergete,dikaios, epífano, filoeleno. Larvandad quiere decir "que es de la región de Lar", Gushnasaf significa "viril como un potro" y Hormisdas es un nombre que alaba a Hormoz, el ángel del primer día del mes.

Y el posadero suspiró y apuntó malamente los tres nombres, sin más señas. Y se retiraron los sabios a dormir. Gushnasaf y Hormisdas se rindieron pronto al sueño, pero Larvandad, de los tres el más benévolo, no lo conciliaba. Decidió, para no dar más vueltas en el catre, ocupar la noche en la observación de aquel pueblo tan desproporcionado y activo. Acodado en la ventana vio llegar a una joven pareja en una mula. Llevaban los mantos cubiertos de nieve. Llamaron a las puertas de todas las posadas y en todas los rechazaron. Al final se metieron en el enorme establo. Como no tenía puertas, Larvandad pudo ver cómo se arrebujaban al calor de la acémila que traían y del buey que allí se guardaba. El sabio se adormiló y pasaron algunas horas. Lo despertó un llanto suave. La mujer acababa de dar a luz y sostenía a su hijo en brazos, envuelto en una manta de lana blanca. Había miedo y frío en las caras de los padres, pero sonreían como Larvandad no había visto sonreír a nadie.

El sabio no conocía la pobreza, así que salió de la taberna y se acercó al establo, curioso. Tampoco había visto a muchos recién nacidos, ni a muchas madres sonrientes, pues ni unos ni otros se admitían en el harén de su señor. Se quedó observando desde la oscuridad, sin entender la alegría de aquellos seres fatigados, hambrientos y mordidos por el frío. El padre preparó una cuna para el niño en un cajón de heno y, mientras tanto, Larvandad mandó a un sirviente a buscar a Gushnasaf y Hormisdas, que debían observar aquél fenómeno. Y los tres se extasiaron ante aquella escena misteriosa. Y aunque eran orgullosos y no se llevaban muy bien, los tres se emocionaron ante aquel cuadro, más verdadero que todos sus libros de ciencia y que todo el oro de su señor. Y mientras espantaban alguna lágrima con el dorso de los guantes de borrego armenio, llegó un funcionario de Herodes y pidió la familia una identificación y el pago de una tasa municipal. Era un perillán mezquino y altivo. Larvandad, irritado al ver estorbada aquella escena idílica, pidió a los mayordomos que le trajeran el cofre de oro y, por humillar al funcionario, lo entregó a la familia del establo. Los vecinos del lugar empezaron a congregarse y Hormisdas sumó al tributo una cajita de incienso, por mitigar un poco el fuerte olor de aquellos rústicos. Gushnasaf, que no quería ser menos, aportó un saquito de mirra. No tenía mucha utilidad allí, pero igual la podían revender a buen precio.

Y en el momento en que los tres sabios estaban arrodillados frente al niño y el funcionario se retiraba gacho hacia el castillo, la estrella vino a posarse sobre el portal y una voz profunda anunció que el niñito aquél era el rey de los judíos. Los astrólogos, preocupados por las posibles implicaciones políticas que se derivarían de aquello, se retiraron del lugar entre los aplausos de la concurrencia.

Cada uno de ellos se llevó una brizna de paja del cajón del niño y la guardó siempre. Y se sabe que renunciaron a la astrología y a Fraates IV, y que abrazaron la vida sencilla. Y que se casaron y tuvieron muchos hijos, sobre todo ?y haciendo honor a su nombre? el robusto Gushnasaf.

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