OPINIóN
Actualizado 09/12/2013
José Javier Muñoz

¿Se imagina usted a alguien rindiendo honores a una muleta o dedicando la plaza más importante de su pueblo a una cachaba? ¿Encargando para ellas un monumento, una escultura, una placa conmemorativa?

¿Cómo que no? Eso es lo que han hecho estos días centenares, millares de personas en los foros políticos y jurídicos, en los medios de comunicación, en las tertulias de café, cuando exaltaban la Constitución.

Continuamente oímos que hacen falta más leyes. Hay que regular esto y controlar lo otro; obligar a aquello y prohibir lo de más allá? Paparruchas. No hay que dejarse engañar por los que viven (opíparamente) de fabricar leyes y más leyes, la mayoría ineficaces cuando no injustas. En nuestro espacio y a nuestra escala humana, la única ley a la que no podemos escapar es la ley de la gravedad.

Recuerdo que hace muchos años se puso de moda una vajilla de vidrio de marca Duralex. Había gente que viajaba a Francia a comprarla cuando todavía no se vendía aquí. Eran platos, vasos y bandejas de aspecto muy sencillo, un poco toscos de diseño aunque muy resistentes, mucho más que cualquier cristal de los utilizados habitualmente en la cocina. Eso sí, si se golpeaban en un determinado ángulo o muy fuerte se hacían añicos. Sólo muy recientemente sentí curiosidad por el origen de su nombre, pero no he dado con la respuesta. Me gustaría que tuviese algo que ver con el Dura lex sed lex del Derecho romano: vidrio duro, pero vidrio al fin y al cabo.

Lo que necesitamos no es multiplicar las normas sino cumplir con las justas; justas en su doble sentido de limitadas y equitativas. En contra de lo que la mayoría cree, las leyes no son buenas ni respetables por sí mismas sino en la medida en que resultan favorables al bien común y garantizan la libertad individual ayudando a poner orden en las relaciones sociales. En definitiva, son un mal menor.

La propia Constitución, merecedora de fiestas, plazas y aniversarios, no es más que una muleta que precisamos porque sin ella cojearía gravemente la convivencia. Y puesto que nos resulta necesaria, urge que se mejore, que se limen sus imperfecciones y, sobre todo, que se cumpla. Como a ningún cojo se le ocurriría reducir a astillas su bastón sin disponer de otro apoyo, a ningún ciudadano con dos de frente le conviene romper las muletas legales sin tener a mano otras agarraderas. Pero eso no significa que debamos sacralizarlas.

Creo que si obligaran a elegir entre privarse de la carta magna y quedarse descalzo para siempre, una inmensa mayoría de los seres humanos preferirían seguir calzados. Y aun así, en el mundo sólo se ha levantado un monumento a la sandalia, concretamente en Chivay, Perú. Lo que no existe todavía son monumentos públicos dedicados al collarín sanitario, el tacataca o la garrota. Cuando veo tanto Monumento a la Constitución, Plaza de la Constitución y Día de la Constitución, no puedo evitar imaginarme una peana de mármol sobre la cual Fidias y Miguel Ángel Buonarroti compiten dando forma a una gran muleta de oro macizo.

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