OPINIóN
Actualizado 07/12/2013
José Amador Martín

Mientras observa la luz y la luz penetra en su alma, el fotógrafo, como lince de fuego, marca el límite donde el contorno es resistencia o dominio espacial. La luz revela, clarifica y traduce al fotógrafo lo que la realidad oculta, hace resurgir la ilusión de otro estado del mundo; la luz interior fascina y persuade, conquista y construye, cuando conquistar, en sentido finito es llegar más allá de lo que los ojos ven. La naturaleza habla con el fotógrafo cuando la luz impresiona en la mirada la belleza y el mundo exterior se convierte en expresión de la dimensión interior. La luz identifica el carácter sagrado de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, su renacer en medio de tonalidades oscuras, en el claro-oscuro que aumenta la sensación de relieve. La luz está implicada necesariamente como agente mediador entre aquello que se mira y el ojo que lo está mirando, aunque la conciencia de la luz como objeto de visión varíe según la concepción del mundo o interés del sujeto, de sus impulsos o movimientos interiores. La luz es fuente, difusión, medio y fulgor, posesión del ojo, luz donde vemos luz, el universo arrebatado de los colores que se instalan en los interiores del alma, es sugestión y éxtasis, pasión y exaltación, constantemente existe al crear con la luz una conversación imaginaria, evocación profunda, y ceremonial que termina haciéndose en el interior más profundo de la conciencia humana fuego avivado en el sentimiento del fotógrafo.

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