OPINIóN
Actualizado 25/11/2013
Tomás Hijo

Como todo el mundo sabe, cada creación humana ha sido, en primer lugar, soñada. Pongamos un ejemplo: una ciudad. Un pastor se acuesta bajo una encina una tarde calurosa de junio y se duerme. Tal vez una mosca va punteando rutas sobre su antebrazo y, con minuciosidad de insecto, el rústico va soñando avenidas donde la zumbadora avanza recto, plazas donde se detiene, glorietas allí donde gira golosa trompeteando sobre la piel. La ciudad soñada llega a oídos del rey o es el pastor el que sube al trono y comienzan las obras.

Otras urbes, más solemnes, salen de profecías y algunas, como nuestra Salamanca, del capricho de un dios que aplana un solar a pisotones y ahueca un monte para poner cueva, cátedra, verraco y un busto parlante suyo.

Además de los durmientes veraniegos, los profetas y los dioses, los ciegos también son tradicionales inventores de ciudades. Como buen ejemplo, podemos citar el caso de Critón Psicódromo, tesalio y gran admirador de Homero. Critón había perdido la vista, muy mozo, de tanto contar navíos en las bahías de su tierra, que son espejeantes y deslumbran. Era un tipo soñador cuando aún veía; cuánto más lo sería al quedarse ciego. Critón paseaba mucho por Larissa, su polis natal, para saborear las brisas que soplan desde el Egeo y, con el paso del tiempo, olvidó los límites de la ciudad. Caminaba por una avenida y, sin conocer que se terminaba, seguía andando por el campo, bien recto. El caso era no perder la sombra de unos palacetes que nunca existieron y que, según él, tenían grandes higueras en los patios. Tanteando con el bastón, notaba un tocón viejo y se sentaba sobre él. Antes ponía un paño por guardarse del frío del mármol, pues su asiento era una blanca escalinata en la trasera de un gimnasio. Iba a escuchar los pájaros por un estrecho callejón sin muros y pensaba que ya habría pámpanos en las parras nuevas. Saltaba acequias invisibles. Evitaba charcos polvorientos. Echaba de menos el trajín de una casa de hilado que estaba y no estaba por allí cerca. Los pies de Critón, de tanto ir y venir, fueron gastando aquellos andurriales imaginados y apareció una entretenida red de senderillos. Los tesalios se acostumbraron a pasear por ellos. Cuando se cruzaban con el ciego le preguntaban ?por burla o compasión, según? el camino a una taberna que no quedara lejos. Critón les indicaba:

?La tercera a la izquierda y luego por la costanilla. Hay que rodear la casa de contraventanas verdes. Verán una fuente de bronce que figura una cabra y que echa el agua por los cuernos. Miren hacia donde vierte, que hay una tapia muy bien encalada, con madreselvas. Ahí es.

Y los tesalios, que se regocijan con ciertas payasadas, se acercaban al lugar vacío y reían mientras bebían por gestos el vino imaginario de la casa. Y a uno de allí, al que llamaban el Chepa ?porque la tenía?, le dio por llevar al lugar un par de toneles de moscatel. Fue celebrada la ocurrencia e hizo buen dinero, que a los tesalios les gustó pasar de las bromas a las veras. El Chepa se propuso medrar aún más y quiso levantar la taberna completa. Como Critón había imaginado una fonda bonita, modesta y práctica, siguió al pie de la letra lo del muro encalado, lo de la madreselva y otras señas que el ciego daba.
Otra cosa no habrá en Tesalia, pero olfato para los negocios sobra. Pronto los senderitos del ciego se poblaron de tenderetes. Y, por imitar al Chepa en buena fortuna, se buscaba el lugar idóneo según el criterio del ciego paseante. Si el negocio funcionaba, se interrogaba a Critón antes de levantar unos muros más sólidos.

?Maestro, haga el favor de decirme cómo es la zapatería que hay entre la ronda de los Músicos y el templo de Apolo Ninfageta, que es que no la encuentro.

?Pues tiene dos pisos y tejado de paja. Y en el balcón, una jaula con un jilguero cantor.

Y la zapatería se alzaba y abría, y el jilguero cantaba, y los tesalios preferían arreglar sus sandalias en un taller imaginado por un poeta. Hasta se animaron a vivir en las calles aquellas, por lo que exigieron al tirano que enviara obreros y levantara el resto de la ciudad inventada por Critón. El ciego pasaba el día sentado en la escalinata donde estuvo el tocón atendiendo las preguntas disimuladas de los arquitectos y los agrimensores. Con pequeñas enmiendas ?la altura del acueducto, unos aleros que se solapaban, poca cosa?, se hizo el ensanche de Larissa. El día del fin de las obras, los obreros llevaron al ciego en andas por aquellas calles que eran nuevas para todos menos para él. Sacando la mano entre los cortinajes brocados, iba tocando las esquinas y asintiendo. Al terminar el recorrido, Critón señaló un espacio vacío entre unos olivos y un palomar y dijo:

?Mirad mi sepultura. ¡Qué bien queda ese barco tallado en el alabastro!
Y expiró.

Como siempre tiene que haber listos y copiones, hubo otros poetas que quisieron emular la gloria de Critón y, con cegueras reales y fingidas, se echaron a los campos a inventar ciudades. Hubo uno en Roma ?a buen sitio fue a dar? en tiempos de Domiciano al que hubo que ejecutar de urgencia. Imaginaba una ciudad desordenada, sucia y fea. Los romanos volvían deprimidos de pasear por sus calles inexistentes. Decidieron ahorcarlo y, para ello, el emperador escogió el lugar donde el poeta había imaginado un patíbulo. Se alzaron los maderos según sus instrucciones. Para atender al público que asistió a la ejecución, unas viejas levantaron un puesto para vender castañas pilongas y garbanzos secos. El mal poeta y falso ciego, con la soga al cuello, sonrió al ver que justo allí él había concebido un tenderete como aquél. Y que, salvo por una falta de ortografía en el cartel de los precios, el inventado y el que tenía enfrente eran exactamente iguales.

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