OPINIóN
Actualizado 24/11/2013
Paco Blanco Prieto

En España es muy difícil reflexionar críticamente en voz alta sin correr el riesgo de ser apedreado a la vuelta de cada palabra, observado aviesamente tras los visillos, marcado en la frente por el vecino inquisidor que todos llevamos dentro o desterrado al exilio interior de un sartenazo por los jefes de cocina que nos obligan a comer lo indigerible.

Sabiendo esto, pongo en el capitel de esta madrugadora columna dominguera la denostada españolidad, en vísperas del adviento laico que los feligreses demócratas consideramos tiempo social de reflexión pública, poniendo letra negra sobre pantalla blanca como reclamo de la redentora democracia que llevamos setenta y siete años esperando.

No gustamos los españoles de mirarnos al espejo de frente, cara a cara, para ver las cualidades que nos hacen genuinamente españoles, porque tememos encontrar en el rostro acné democrático crónico, barrillos con individualidad enquistada, manchas de sangre incivil atrincheradas en las arrugas y espinosas espinillas, delatoras de la envidia congénita que corre por nuestra venas.
Se enfrentan en el desafiadero de nuestra idiosincrasia dos rasgos distintivos contrapuestos, sin posibilidad de invertir el dominio de uno sobre otro, pues la religiosidad fetichista está contaminada de picaresca, imponiendo ésta su dominio a mitras, coronas, birretes y boinas.
Colaboran a definir la españolidad una severa incapacidad para prevenir, anticipar y planificar. La torpeza de confundir molinos de viento. El afán de ocupar espacios que corresponden a otros. Argumentar con tópicos, hablar gritando, memorizar las ofensas y cotillear en vida ajena, ocultando la propia.
Somos inservibles para servidores; tímidos pero soberbios; sanchos y quijotes; inseguros solitarios; arrogantes retraídos; y confundimos verdades con ofensas cuando decimos "te voy a ser sincero", como puede sucederme a mí esta mañana de otoño.

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