Los sitios en Internet y los periódicos del papel rezumarán ya a esta hora críticas, comentarios y anatemas varios -y risas de hiena-, respecto al anteproyecto gubernamental de la futura mal llamada Ley de Seguridad Ciudadana, así que no me parece oportuno incidir en lo que no es más que el penúltimo eslabón del progresivo debilitamiento de las libertades públicas y un capítulo más de la triste historia que la mayoría absoluta parlamentaria de la derecha más reaccionaria de Europa está escribiendo para su indignidad y nuestra vergüenza desde hace dos años -mayoría otorgada por la ciudadanía, lo que no habría que olvidar ni un instante en aras de la cabal orientación-.
Si bien es cierto que se impone una decidida acción colectiva y, sobre todo, de posicionamiento ético personal contra la aprobación de esa futura ley que amenaza cercenar derechos fundamentales, no lo es menos que, en la táctica, y también en la estrategia de esa acción, habrá que replantearse el sentido y el significado, y también la intención, que ha de conllevar el ejercicio de los derechos de libre expresión, manifestación, protesta, información y otros, amenazados por la voracidad liberticida de quienes ahora nos gobiernan. Porque no podemos seguir dirigiendo el justiciero grito, la inaplazable protesta y la acción colectiva de reivindicación solo contra nombres propios (Wert, Gallardón, Fernández Díaz, Báñez o incluso Rajoy), personalizando en ellos nuestra indignación, porque esa nominalización particulariza artificial y falsamente la responsabilidad (léase la culpa) e impide ahondar en el origen de los problemas protegiendo e ignorando a sus verdaderos responsables, de los que los nombres de los ministros no son, lo sabemos, sino simples testaferros, inoperantes mandados, figuras de paja destinadas a servir de diana de la indignación y pimpampún de la protesta, y cuya caricaturización, ridiculización o escrache a su puerta, viene a la postre a servir de nada.
Pedir la dimisión de un ministro creyendo que, de lograrla, la nefasta política de su departamento (digamos Educación) cambiará porque sea otro su titular, cuando sigue manteniéndose la misma imposición parlamentaria que apoya las políticas que un gobierno aplica (por encargo de intereses no democráticos), es un ejercicio de desgaste para la lucha reivindicativa (véase el doloroso agotamiento del 15M) que, con toda probabilidad, entra en los planes de los que están convirtiendo este país en un mal borrador de un estado de derecho (y de derechos).
Para evitar la melancolía de la vana batalla, para ejercer sin trabas ni tapujos, con fuerza y convicción los auténticos derechos de manifestación, reunión y expresión, es preciso revisar los objetivos, apuntar directamente a los responsables y no a sus zanguangos palafreneros; es preciso luchar por cambiar los fundamentos y no tomar por objetivo solo a estos mediocres vasallos del capitalismo reaccionario con título de excelentísimo, que cobran por poner la cara y dejarse dibujar bigotito en las pancartas.