OPINIóN
Actualizado 20/11/2013
Francisco Javier Blázquez

Pablo de la Peña es un fotógrafo de vocaciones tardías. Podría decirse que en él la semilla tardó en germinar algo más de lo previsto, porque estaba cantado que antes o después tenía que brotar con fuerza. La genética termina por imponerse y, a fin de cuentas, Pablo viene de una familia que incluye ejemplos destacados por su facilidad en elevar imágenes y palabras a la categoría de Arte. Uno de sus primos, Chema, ejerce ahora de punta de lanza en un árbol genealógico que ramifica por los de la Peña, del Barco, Llorente y Maldonado.

No hace mucho que conozco a Pablo, la verdad. Lo descubrí como fotógrafo cuando en un ambiente de tertulia tuvo la osada y genial ocurrencia de meter a Julián Lanzarote, nada menos, en el asa de una taza de café. Recalco que lo hizo solo en la foto, que con lo revuelto que anda el patio lo mismo hay quien airea lo que nunca sucedió. A los pocos meses comenzamos a valorar también, en pequeños círculos, la asombrosa facilidad que tenía para el retrato. Él siempre ha preferido los robados, por considerarlos más auténticos. De todas formas, con los posados ha conseguido más de un logro meritorio, como aquel de Vicente del Bosque que tanto éxito tuvo en la red.

A Pablo de la Peña le llena más, empero, buscar las posibilidades que ofrece lo cotidiano. Así surgen esos "Universos" de los que habla Moncho Campos, uno de sus primeros mentores y el redactor del texto que ahora sirve para presentar la exposición de Espacio Joven. Hasta en lo más sencillo existe un universo de posibilidades, y eso es lo que descubre y capta Pablo como pocos. En un espacio reducido es capaz de encontrar infinitas muestras de belleza, únicas, incomparables, a veces prodigiosas. De ahí la aseveración rotunda, el reconocimiento sin ambages de que sus fotos tienen alma y corazón. El talento natural del autor le lleva a captar el encuadre o el detalle que a otros se les escapa; la grandeza de su espíritu se encarga del resto.

La obra del artista se entiende mejor en la medida que se conoce al autor. Y Pablo es una de esas personas a las que la vida le ha dado tres o cuatro cornadas de las que peor pinta no podían tener. Pero él ha tenido los arrestos necesarios para salir siempre adelante, con una entereza y dignidad que resultan encomiables. Con las cicatrices del último revolcón todavía tiernas nos ofrece ahora una treintena de sus fotos, en blanco y negro, para reflexionar un poco sobre lo cotidiano y lo universal, lo transcendente y lo inmanente, lo exiguo y lo superior. Sus ganas de superación son tan enormes que le llevan a escarbar allí donde aparentemente solo hay nada, reduciendo al mínimo los cromatismos y buscando los rudimentos originales. Con ello Salamanca suma un nombre más a su amplio elenco de buenos fotógrafos.

En esta ciudad ha habido muy buenos fotógrafos. Algunos son ya historia viva; ahí está la saga Gombau, junto a los Juanes, Ansede o Núñez Larraz. Otros, como Luis Monzón, traspasaron el umbral de la fotografía para convertirse en leyenda. Hoy en día, Margareto es un fuera de serie y junto a él están a los veteranos, tipo Tomé, Fede o Sierra Puparelli, y los que inician la madurez, como Barbero, Barroso, Prieto, Carrascal, Lorenzo Rubio, Óscar García y varios más. La enumeración es injusta, evidentemente, pero no hay espacio para considerar a todos. En todo caso, a esta relación incompleta hay que añadir desde ahora el nombre de Pablo de la Peña, el fotógrafo y el hombre que fue capaz de crear, casi de la nada, infinitos universos.

 

 

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