Como todo el mundo sabe, yo no soy mucho de bares aunque, a veces, me gusta tomar algo. Hace poco se dio una de esas ocasiones: cierto bullicio, fútbol de fondo y conversación intermitente ?Manolito, estate quieto; Laurita, cuidado con las escaleras? pero cariñosa. Justo entre el fuera de juego de un delantero de Yugoslavia y la caída de un zumo de piña desde tiernas manitas infantiles, uno de los presentes, que me conoce, me suelta así, sin preámbulo alguno:
?Tío, ¿sabes lo que me encanta? Los dragones.
No sé por qué lo dice. Ni idea, pero, en ese momento, un torbellino se lleva fútbol, lindos niños y apreciados interlocutores. El mostrador y las estanterías llenas de botellas vuelan por los aires y me veo, sentado en mi taburete, bajo el sol abrasador de Capadocia. Es verano. El paisaje, para que se hagan una idea, es como el de la Ciudad Encantada de Cuenca pero algo más picudo. Donde antes estaban las máquinas tragaperras ahora hay una roca que parece la cabeza de un perro y, a su sombra, lloran dos capadocios. No son dos capadocios de ahora, son del siglo III. Como hablan una especie de latín, les entiendo.
?¡Ay, gran desgracia nos aflige! ¡Los dioses nos han olvidado! ¡La gran serpiente, el monstruo alado, el dragón de los antiguos ha venido para quedarse! ¡Ha emponzoñado las fuentes de agua y cada triqui traque se come a una de nuestras hijas! ¡Y ahora, mira tú, le ha tocado el turno a Libia, nuestra bella princesa, la que se llama como nuestra ciudad por ser la más querida! ¡Triste es nuestro sino! ¡Mirad, extranjero!
Y el capadocio que tanto exclama me indica con el dedo un valle profundo que hay a mis pies. Puedo ver una laguna de aguas verdosas en la que retoza una grandísima serpiente alada. A su alrededor, el agua humea como si el monstruo fuera un hierro al rojo vivo. Como todavía tengo mi Coca-cola lighten la mano, pego un trago para pasar el susto y en ese momento aparece a mi lado un caballo blanco. Resopla cansado por los rosados ollares y sus flancos sudorosos resplandecen al sol, aunque parecen oscuros si se los compara con la armadura del caballero que lo monta. Como no lleva el yelmo calado, puedo ver que es un joven de rostro rudo y mirada fiera, ni guapo ni feo.
?Es Jorge ?dice el capadocio hablador?, un equites imperial de aquí, del pueblo. Fijaos qué porte. Y qué pelazo.
Es verdad. El caballero tiene el pelo castaño abundante y rizado.
?Por lo que parece ?prosigue el viejo? ha jurado acabar con la bestia. Lo ha proclamado a voces en las puertas del Gran Bazar ¡Allá va! ¡Mirad! ¡Se encomienda al Dios de los cristianos! ¡Ay, como se entere el imperator!
Ahora me fijo en que hay una cueva al lado de la laguna, y junto a la cueva un poste con una doncella atada a él. Se conoce que, con el forcejeo, se le ha rasgado a la moza la túnica y se le ve un pecho sonrosado. El dragón se relame la boca negra mientras, como una saeta, Jorge cabalga por el valle dejando una estela de polvo rojizo. El monstruo escupe un chorro de llamas y el caballero lo desvía con su escudo, en el que hay pintada una cruz. Ya llega el jinete a la laguna, baja la lanza y carga. La punta del arma entra por las narices del bicho, que se desploma. La prueba de que ha muerto es que el agua deja de hervir al momento.
?¡Victoria! ?gritan los viejos capadocios desde la sombra de la roca, y casi suelto el vaso del susto? ¡Mañana mismo nos hacemos cristianos!
Y un río de vecinos llega a la laguna y alza en brazos al campeón. Jorge no se acerca a la dama, ni se fija en su pecho descubierto: da su escudo a besar a la concurrencia, y les habla del dulce Jesús. Y a mí me da pena por que sé que, por cristiano, lo terminarán atando a una rueda de cuchillas afiladas, lo arrojarán a un pozo de cal, lo bañarán en plomo ardiente, lo envenenarán y lo decapitarán. Pero aún faltan años para el martirio. Hoy la armadura de Jorge brilla al sol: se ha convertido en el inmortal y universal matador de dragones.
?¿Dragones? Me cansan esas chorradas.
Y ahora son los capadocios, el dragón muerto, la blanca doncella, caballo, caballero y rocas picudas las que se desmoronan como montones de polvo. Reaparece el bar, el fútbol, los niños, los parroquianos. La frase demoledora ha salido de los labios de Carmen ?nombre ficticio? la esposa del amigo que sacó los dragones a colación.
?No sé a quién le pueden interesar esas cosas ?prosigue Carmen?. ¡Si no son reales! Demasiada fantasía tenéis vosotros, me parece a mí. Dragones. ¡Puaf!
Y la puerta del bar se abre y aparece ?en blanco y negro? un caballero alto, gordo, con cara de bulldog. Lleva sombrero hongo y antiparras, como un caballero de 1900, que es lo que es. Si fuera real, pediría té. Es Gilbert Keith Chesterton, inglés. Un escritor tan grande que, el día de su muerte, el cura le dio la extremaunción y después se arrodilló junto al escritorio para besar su pluma.
Chesterton no dice nada, sólo mira a Carmen con tristeza en un ojo y enfado en el otro. Y yo recuerdo sus palabras:
Los cuentos de hadas son más que ciertos;
no porque digan que los dragones existen,
sino porque afirman que pueden ser derrotados.