OPINIóN
Actualizado 04/11/2013
Tomás Hijo

Como todo el mundo sabe, la etnología española tiene una deuda impagable con Jeremías Robledillo (1908-2008). De origen extremeño, Jeremías asentó su escasa hacienda, ya antes de la Guerra, en un pueblo salmantino que no nombraré para vengar la indiferencia con la que trató a su más valioso vecino; la misma con la que ahora trata su memoria. Ni una calle, ni una triste placa conmemorativa. Sólo algunos viejos calendarios, en el bar de la Plaza, recuerdan la breve época en que Jeremías se dedicó a la canción ligera con el nombre artístico de "Jeremy del Jerte". Trataremos esa faceta en otra ocasión. Hoy hablaremos del célebre compilador de tradiciones que no escribió libro alguno (entre otras cosas porque no sabía) pero que alimentó cientos de estudios con su memoria enciclopédica.

A casa de un Jeremías casi centenario (y de Modesta, su mujer, algo más joven) acudíamos a menudo todos los estudiosos del folclore de Salamanca y aledaños. Modesta le organizaba la agenda. Yo empecé a visitarlo allá por el 2000, cuando empezaba a dar forma a Leyendas, milagros y rumores extraordinarios de la ciudad de Salamanca, mi libro más querido (que, por cierto, puede encontrarse en la librería favorita de ustedes). Jeremías era un viejito reluciente, la piel como madera encerada, la sonrisa traviesa, una lágrima perpetua en cada ojo azul y feliz. Nos hicimos amigos. Nunca me escatimó una cita, y siempre estiraba nuestros encuentros hasta que Modesta, después de insistir un par de veces, lo llevaba a acostar.

?¡Deja, mujer, que lo mejor viene ahora! ?o? ¡Coño, que no he acabao!

Jeremías me regaló historias para diez libros como el que hice, y atesoro las notas que tomé en nuestras entrevistas como un botín apreciadísimo. Aún huelen las libretas a humo de chimenea.

Últimamente me vienen a la memoria (no sé por qué) algunas conversaciones que tuvimos acerca de las culebras bastardas. A Jeremías le encantaban las historias sobre ellas. Las llamaba simplemente "bastardos", al modo castellano, pero también sabía su nombre científico: Malpolon monspessulanus.

?Un bicho de cuidao ?decía, y levantaba un índice algo tembloroso.

Jeremías explicaba que el bastardo es una alimaña muy perniciosa. De joven anda de acá para allá, como mucho mata algún pollo. Al envejecer, cría una cresta peluda y hasta barbas de chivo, y llega a medir dos metros. Se hace perezoso, deja de cazar y, en contra de natura, se vuelve glotón y goloso. Pasa tiempo aletargado en un agujero, pensativo y, según Jeremías, empieza a inventar maneras de "aprovecharse de la pobre gente". El bastardo, por ejemplo, aprende a acercarse a las vacas por detrás, en silencio, entre los hierbajos. Se cuelga de sus ubres y las mama hasta dejarlas secas. La res no se entera, que está a lo suyo y, además, el reptil tiene la saliva anestésica. A la mañana siguiente, el pobre campesino y su familia tienen que desayunar pan duro mientras la gran culebra se aletarga en su hura, hinchada como un odre. Regurgita a chorros la leche que no puede digerir, que es mucha. Día a día se va volviendo insaciable.

Si no sacrifica antes a la vaca por la poca producción, el campesino termina cayendo en la cuenta de lo que pasa y monta guardia, garrote en mano, junto a las vacas; o las encierra. Pero el viejo bastardo de escamas polvorientas no se rinde: se enrosca a la sombra y espera la anochecida. Entonces vuelve a la casa del vaquero. Se cuela sigiloso por la gatera. Olfatea con su lengua hendida. Busca los cántaros, zigzaguea entre las cazuelas. Serpentea sigiloso por las estancias. A veces, sólo a veces, el bastardo encuentra el más dulce de los regalos: una madre lactante. Relamiéndose, se desliza dentro del cálido lecho y mama de los pechos repletos. Si el cachorro humano se inquieta, le mete la punta de la cola en la boca y, con este engaño, lo calma. A los pocos días, el niño empieza a enflaquecer por la merma de su ración. A veces enferma y peligra su vida. No tiene escrúpulos el bastardo. No respeta escuelas ni hospitales. No sabe ni lo que son.

Las leyendas dicen que el bastardo podía ser una bruja o un hechicero que adoptaba esa forma para mejor rendimiento de sus fechorías. Se adivinaba esto cuando algún culebrón se llevaba un garrotazo y al día siguiente aparecía la vieja de turno con la cabeza vendada. En algunas historias, el cronista se pregunta cuál será el estado original: ¿el brujo se vuelve bastardo o es el bastardo el que toma la forma humana?

Malpolon monspessulanus no nos atormenta ya. Un poco nostálgico de tan legendario enemigo, pregunté un día a Jeremías:

?¿Por qué no se ven ya bastardos? ¿Qué habrá sido de ellos?

?¡Convirtiéronse todos en políticos! ?contestó? ¡Les fue sencillo! ¡No tuvieron que mudar costumbres!

Y Modesta se santiguó, dejó la labor a un lado, y llevó a Jeremías a acostar.

 
 
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