Hace unos días tuvieron lugar en la Facultad de Derecho de nuestra Universidad unas jornadas dedicadas a la problemática de la cárcel. Nadie de los que participaron en ellas como ponentes o conferenciantes percibió ninguna remuneración. Jueces de Vigilancia, trabajadores sociales, psiquiatras, educadores, abogados en ejercicio, miembros de oenegés penitenciarias o profesores universitarios de toda España colaboraron desinteresadamente en el éxito de tal convocatoria. A todos les unía una profunda y sentida inquietud por lo que está sucediendo con un colectivo ignorado y despreciado, de nuestra sociedad. Me refiero a aquellos ciudadanos que están cumpliendo condena privativa de libertad por la comisión de algún delito. Muchos aspectos de esa realidad carcelaria son al día de hoy criticables. ¿Cómo puede ser, que España cuente con la mayor tasa de población carcelaria siendo uno de los países con menor delincuencia de Europa? ¿Cómo puede ser, que casi el cincuenta por ciento de nuestra población carcelaria se encuentre sometida a tratamiento psiquiátrico? ¿Cómo puede ser, que la cárcel se haya convertido en un depósito de excluidos sociales? Sin duda, algo no funciona. Ya sabemos, por desgracia, que en la España de hoy muchas, muchas cosas casi no funcionan o han dejado de funcionar. Se ha traspasado una línea roja que nunca debería haber sido traspasada. El gasto social no admite recortes. El Estado está al servicio del ciudadano y no el ciudadano al servicio del gobierno de turno. Gobiernos, a su vez, al fiel servicio de los intereses de una minoría. Por eso, cuando aquellos han hecho dejación de sus funciones sociales deben reconocerse, al menos a pie de calle, los esfuerzos de la sociedad civil por cubrir y criticar tales carencias, como sucede en este caso.