OPINIóN
Actualizado 30/10/2013
Francisco Javier Blázquez

Vaya por delante que no estoy en contra de que el cabildo catedralicio haya decidido, desde el mes de agosto, cobrar 4,75 euros por entrar en las catedrales de Salamanca. Pero quede también constancia de que en las formas y en la política de comunicación las cosas no se hicieron bien y de manera innecesaria se ha dañado, una vez más, la imagen pública de la Iglesia en su conjunto.

El mantenimiento y servicios de la catedral requieren generar unos recursos y estos solo pueden proceder del turismo, limosnas y tasas por bodas y otras formas de utilización del templo. Nada que alegar al respecto. Pero, dicho esto, lo cierto es que cuando se toma la decisión de impedir el acceso libre a la Catedral Nueva debieron sopesarse antes las consecuencias y posibles efectos colaterales. Y para aminorar el revuelo que se iba a producir, porque la medida es impopular, había que haber consultado antes y tener en cuenta otros pareceres y sensibilidades.

Damos por hecho que al obispo se le informaría, porque aunque el cabildo sea autónomo, una cuestión de tal calibre aconsejaba al menos conocer su criterio. Si se hizo o no se hizo lo ignoro, porque el prelado no se ha pronunciado públicamente al respecto. Sí es seguro, en cambio, que el tema no se consideró con Turismo ni el Ayuntamiento, cuando es algo que afecta a los visitantes y a la promoción de la ciudad. A mayores está el convenio que permite la apertura de las torres (Ieronumius), cuya afluencia de visitantes, al cobrar en la catedral nueva, podría resentirse. Para más inri, con los fondos municipales se acababa de costear la última fase de restauración del campanario. No se informó, siquiera, a las asociaciones de fieles establecidas en la catedral. Mucho menos se les preguntó si tal medida les podría perjudicar en su actividad. Tampoco hubo una campaña informativa previa para concienciar a la opinión pública salmantina de que el acceso gratuito a la Catedral Nueva terminaba.

Las cosas no se hicieron bien y pasó lo que pasó, con la obligada rectificación que franqueó el paso a los salmantinos. Fue noticia del verano y sirvió en bandeja la carnaza, una vez más, al sector más crítico contra la Iglesia. Lo fácil fue pensar que, con teólogos de por medio, hubo algo de soberbia y avaricia, aunque la prudencia aconseje, sin embargo, dar un margen de confianza y comprobar que va calando el mensaje del Papa Francisco, que acaba de decir que "la Iglesia no es un negocio" y "el apego al dinero destruye la fraternidad humana y corrompe a las personas". Pensemos bien y admitamos la respuesta oficial de la buena fe. La ingenuidad, vamos, que a fin de cuentas el cabildo, esa decena de hombres ancianos y bondadosos que en sus prédicas conmina al desprendimiento y la humildad, actuó de buena fe, y necesitado de recursos, tomó una decisión precipitada que sobre la marcha corrigió parcialmente.

Para confirmarlo solo queda que los buenos números ratifiquen las buenas palabras y cuando se presenten por fin las anunciadas cuentas sepamos con certeza a cuánto ascienden los ingresos del cabildo, a cuánto los gastos en su conjunto y qué se hace con el superávit si lo hubiere. A partir de ahí, sabiendo ya que las canonjías han dejado de ser un beneficio para convertirse solo en un servicio a la Iglesia, a partir de ahí afirmaremos sin ambages que se falló solo en la forma y podremos tapar la boca a quienes se dedicaron a buscar los tres pies al gato.

*FRANCISCO JAVIER BLÁZQUEZ. Profesor de Historia y estudioso de la religiosidad popular.

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