Como todo el mundo sabe, Pascal Bouillon (1777?1826) es uno de los padres de la sociología. Hoy se le considera, creo que acertadamente, como un cruce entre científico social y bromista pesado. Su rico anecdotario suele empañar la importancia de sus aportaciones que, si bien carecen de un sólido fondo teórico, han sentado algunas bases en cuanto a disciplina experimental.
Sea como sea, si hoy Bouillon sale a la palestra en este texto inaugural no es porque pasara una buena temporada en Salamanca acompañando a las fuerzas de ocupación francesas durante la Guerra de la Independencia, sino porque viene a cuento. Ya verán.
Para dar una idea de la labor de Bouillon, puede citarse uno de sus experimentos más memorables y, a buen seguro, el más gracioso. Lo explica en su obra La discorde (1810). Consistió en contratar, por separado, a dos conocidos borrachos de Ruán (Lechón y Conejo, los llama) para que le hicieran unos mandados sin importancia. Bouillon preparó sus rutas respectivas de forma que tuvieran que cruzarse en algún punto de un camino visible desde su casa. Para "amenizar el trabajo" entregó a Lechón una botella de vino; podía beber de ella, pero en ningún caso invitar a nadie a un solo sorbo, y menos a "ese sinvergüenza" de Conejo. A Conejo le había dado otras instrucciones: si se encontraba "por casualidad" con Lechón, debía reclamar su parte del vino, pues la botella era un regalo para los dos. Bien provisto de catalejo y escribanía, la peluca bien empolvada, el protosociólogo pasó un rato que calificó de "delicioso" presenciando el "casual" encuentro. Les remito a su libro para conocer las conclusiones del experimento.
Me interesa mucho Bouillon porque estaba fascinado por la discusión, por le débat. Pensaba que la gente no sabe casi nunca de qué habla, y que en las discusiones importa más el orgullo que la lógica, la creencia que la certeza, la intuición ideológica que el conocimiento del tema. No en vano, su última obra se titula Vanitas (1825). En ella expone su tesis final: la discusión suele ser una actividad deshonesta en la que los cínicos, los pesimistas, los coléricos y los destructivos llevan las de ganar, tengan o no razón. Se argumenta por fervor, por desprecio, por miedo, por odio, para auparse sobre el otro, para evitar que otro se aúpe sobre uno. Bouillon admite que hay excepciones y que sospecha que hay quien disputa con honrados argumentos ceñidos a la lógica y la mente abierta a la verdad que pueda haber en las palabras del otro. Pero hasta en esos casos, afirma, nunca falta en la mezcla una gota de bilis genuina. A saber.
Uno de sus experimentos, que (curiosamente) repitió muchas veces en Salamanca, entre recado y recado para el mariscal Ney, consistía en escoger a algunos paisanos. Les contaba por separado cualquier milonga sin sentido como, por ejemplo, la teoría del flogisto (no sé si la conocen, es genial; busquen en Wikipedia). No tardaban en aparecer partidarios y opositores. Bouillon se encargaba de "cultivar" esas opiniones. Jamás aportaba argumentos racionales como, por ejemplo, los que Lavoisier había presentado cincuenta años antes para refutar definitivamente la teoría. No: apoyar el flogisto era de malos patriotas, malos católicos y afrancesados; rechazarlo era retrógrado, anacrónico e inquisitorial. Cuando proflogísticos y antiflogísticos estaban "maduros", Bouillon celebraba una tertulia y anotaba lo que sucedía. Las primeras tertulias las celebró en su casa, pero pronto las trasladó a la famosa Posada de la Cadena por las quejas de su esposa sobre el deterioro del mobiliario y la pérdida de valiosas piezas de menaje.
Desde que leí a Bouillon ya no discuto. Digo lo que pienso, escucho la réplica de turno. Si la iniciativa es de otro, me permito disentir una vez. Nada más. Detesto a los polemistas profesionales, a los predicadores de barbería y a los columnistas torpederos. Todos al servicio de su ego y sus bouillones particulares. Por eso cuento esto hoy. Por eso viene a cuento Bouillon. No sé qué escribiré aquí las semanas que aguante, pero no serán mis convicciones. No tengo muchas, la verdad, y en un momento como éste, me parece que sobran voceadores en la Posada de la Cadena.
En 1819, el consistorio prohibió las tertulias de Bouillon, que atesoraba denuncias por instigador de alteraciones del orden público. No se le responsabilizó de las dieciséis defunciones acaecidas en aquellas reuniones porque el rector del momento, que era Manuel José Pérez, se interesó mucho por el asunto del flogisto. Después de tratar el asunto con Bouillon, hizo unas declaraciones incendiarias en un bando público. Los estudiantes se echaron a la calle, por supuesto. Hasta ahí podíamos llegar.