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Yo leo, tú lees, Bruce lee
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Yo leo, tú lees, Bruce lee

Actualizado 23/04/2017
Raúl Vacas

Llegué a la lectura sin hacer ruido, completamente huérfano. En mi casa nunca hubo demasiados libros: algún que otro volumen, en francés, que viajó en la maleta de mi padre en sus años de emigrante; una surtida antología de Gabriel y Galán cuyos poemas aprendí en boca de mi madre en su trajín diario; novelas de bolsillo de Bruguera; cinco libros de Enid Blyton y un par de enciclopedias de ocasión cuya compra incluía un botellero, una cubertería, un mueble tapizado y un juego de copas de cristal de bohemia.

Una infancia sin libros deja cicatrices que uno ha de llenar con imaginación y palabras al cabo de los años, cuando la curiosidad nos lleva, como a Alicia, a descubrir países y maravillas.

Hasta el bachillerato nunca fui consciente de mi capacidad lectora. Los únicos libros que recuerdo en el colegio fueron los de texto, con alguna que otra salvedad: La guerra de los botones, Los cinco en el cerro de la isla, El escarabajo de oro, y algún título de Los siete secretos....

La vida en el pueblo se escribe en abundantes páginas, no tiene apenas límites, se inscribe en un escenario tan amplio que la aventura, la búsqueda y la imaginación forman parte de lo cotidiano. Yo, durante mi infancia, fui el protagonista de cientos de libros sin escribir y cientos de poemas sin palabras. Cada día, al despertar y abrir las contraventanas de la habitación, comenzaba una nueva historia: érase una vez el día.

Descubrí la biblioteca en un colegio de ciudad, a media hora del pueblo. Pero el interés que demostré en los libros y la rentabilidad que obtuve de su uso fue escasa. No honraba al nombre del colegio "Caja de Ahorros".

Allí, como en casi todos los colegios, la biblioteca adquiría una dimensión especial. Era como la nave nodriza, el lugar donde todo transcurría: el calabozo para los malos alumnos, el lugar de las reuniones, el centro de operaciones ?allí pasábamos largos ratos consultando libros para hacer los murales de plástica y de lengua y literatura-, lugar de conferencias, isla, oasis, casa. Pero tampoco en esos años advertí que la lectura era importante. Los libros de mi habitación podían contarse con los dedos.

Unamuno y Calderón de la Barca fueron los culpables de mi vocación lectora tardía. Pero como dice Aníbal Núñez refiriéndose a Adares: "Más vale ser poeta ?en este caso lector- de vocación tardía que creérselo por equivocación madrugadora".

La lectura de San Manuel bueno, mártir y La vida es sueño me puso en contacto con la realidad (bastante ajena al adolescente), y al mismo tiempo con la poesía, el crucigrama de la existencia, los sueños, la angustia. Recuerdo con especial nitidez una de las clases que un profesor en prácticas, alumno del Curso de Aptitud Pedagógica, preparó sobre La vida es sueño. La emoción y la ansiedad con la que aquel joven se dirigía a nosotros era similar a la que yo sentí en las palabras de Segismundo. Desde aquel día quise aprender. Comencé a subrayar los libros, a pasear calle adentro por el diccionario y a desvelar mi identidad oculta. Traté de resolver mi complicada adolescencia en cada uno de los poemas con que inicié mi carrera de escritor. Me dejé seducir por quienes manejaban el lenguaje como un juego. Me convertí en lector.

Fue entonces cuando comencé a frecuentar la biblioteca del barrio -también de la Caja de Ahorros- a rebuscar en las estanterías y a compartir mi recién adquirido hábito de lectura. Y pasé grandes aventuras allí: en la sala de los periódicos, en la sección de infantil y en la sala de estudio y consulta.

En aquella Biblioteca me reencontré con un antiguo amor. La primera chica a quien besé en el pueblo. La adolescente a la que tuve que renunciar por cosas del destino y de los padres. Y allí, en la biblioteca, descubrí las miradas cómplices, las caras escondidas en los libros, el placer de leer.

Era tal mi pasión que un día la bibliotecaria me llamó al orden porque no fui capaz de controlar la risa con que inicié y concluí la lectura de uno de los libros de la colección de Astérix y Obélix.

En aquellos años escribí, en algunas de las clases de matemáticas, mis primeros poemas. Y tuve la suerte de que uno de esos textos sin importancia obtuviera el segundo premio en un certamen de poesía organizado por mi instituto, el Fernando de Rojas. Los primeros libros que compré con el vale por material escolar del premio fueron: Antología del monstruoso mundo, de Dámaso Alonso; Itinerario poético de Gabriel Celaya, Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, de Rafael Alberti y Verso y prosa, de Blas de Otero. Fue la primera vez que elegía yo mismo los títulos.

Ahora, con el tiempo, y después de muchas lecturas, los libros son mi herramienta de trabajo, tan absolutamente necesarios como la ración de pan y agua diaria. Y cada vez leo con más pasión, con más ganas de saber, con más emoción, con más dioptrías, con el recuerdo aún reciente de mi vocación lectora en unos años muy malos para la lírica.

Desde entonces no sólo leo sino que trato de animar a los demás a hacerlo. Y hasta he hecho mía la frase de un amigo, Fernando Díaz San Miguel: Yo leo, tú lees, Bruce Lee.

Gracias a quienes me acompañaron entonces y a quienes me acompañan ahora en mi tarea de lector. Sin ellos, y en solitario, no hubiera sido, ni sería el mismo y lo mismo.

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