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Atardecer en Guadramiro
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Atardecer en Guadramiro

Actualizado 01/02/2015

Muere el mes del viejo Jano en las tierras ramajeras, entre arrullos de corrientes que trae el Huebra; encinas y robles desnudos, testigos silentes de su caída

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Muere el mes del viejo Jano en las tierras ramajeras, entre arrullos de corrientes que trae el Huebra; encinas y robles desnudos, testigos silentes de su caída.

Pasada la tarde, soleada y tranquila, diviso desde un altozano la tierra de mis ancestros. Allá en el sur alcanzo a otear la sierra salmantina, que cincela con su pétrea silueta el horizonte, rompiendo el espejismo que danza en mis ojos al contemplar la dimensión de una infinita dehesa boyal. Giro la vista y ante mí, orgullosas, Las Arribes, montes voraces que raja el Duero con las aguas que parten a un lado España, al otro Portugal.

Ávido de sensaciones, miro ahora hacia el cercano valle del Encinar, donde se afana el ganado en pos de los últimos henos de un antiguo otoño, arañando el silencio con el son penitente de las esquilas. Por el camino se acerca Isidoro, con su dura cayá como arma y compañera.

?¡Vaya tarde se ha quedao!?nos comenta, tras lo cual charlamos un rato sobre las desventuras del trabajo en el campo.

?Pa qué nos vamos a quejar?concluye, y tras ello mira al frente y nos dice todo lo que no han dicho sus palabras. Finalmente, Isidoro agarra su cayá, se despide con un gesto y continúa su marcha.

La tarde, como enero, va cayendo. Rojo, baja el sol sobre los tesos del Tejar, Los Frailes, San Cristóbal y Los Villares; cuatro colinas perladas que cobijan al mi pueblo, dispuesto así a presentar batalla contra el invierno. Entre el caserío, solamente la torre y la ermita alzan sus miradas contemplando y adornando asimismo el paisaje.

Ahora llega Mariano, Jose poco después. Hacen un alto para ver cómo protegemos a las jóvenes encinas del ganado, indefensas sin la malla que les colocamos. Salen pronto los temas de actualidad, de propios y folasteros, al tiempo que el sol se oculta al fin tras el pico de la Marofa, muriendo, como cada día, en Portugal. Y de pronto el cielo se rebela, llora la muerte del astro y lucha en venganza teñido de rojos, ocres, dorados y amarillos, pero tras el estallido pierde fuerza y se torna púrpura, lentamente, y el cielo gris que trae la noche del invierno logra una vez más su victoria, hasta mañana.

Es hora de dejar el trabajo y marchar a casa antes de que las últimas chispas de luz, rotas sus filas, logren su heroica huida y consigan así escapar de los hielos que envolverán con su manto a la noche venidera. Bajamos hacia el valle, cruzamos el arroyo del Encinar y vemos a los chopos espigados aliviar su sed antes de que se haga tarde.

?Qué bonito está el cielo?, digo a mi padre confiándole mi pensamiento. Me comenta que cuando está así viene el Siero, el más frío viento del Norte. Mientras pienso en ello disfruto de la sensación de ir acercándome al pueblo por el mismo camino que tantas veces recorrieron mis abuelos, bisabuelos y, mucho antes, los antiguos. Se agolpan en mi mente mil ideas y emociones. Y miro una vez más los campos, regados y labrados con su sudor y esfuerzo, conservados por ellos para que hoy nosotros podamos disfrutarlos.

Subimos la cuesta, el cielo a un lado es casi negro, jalonado de fieras pero lejanas estrellas; al otro aún resiste purpurado, y veo así cómo al fondo los boliches de la torre dibujan su silueta. Los imitan las viejas encinas cercanas a las casas, que con el reflejo parecen aumentar su silueta y su tamaño. Encinas que ofrecieron su sombra a mis abuelos, como lo harán las que hoy hemos atendido mi padre y yo, con su verde perenne, casi color esperanza.

Atardece en Guadramiro: corrales y caserones ateridos ante el dios Invierno, pero orgullosos de lo que un día fueron. Llegamos a casa. Mi madre nos espera con la lumbre viva y rugiente en la chimenea, y olvido que la noche es fría.

Calderón

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