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Robledales: Paisajes de clorofila
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PASEOS Y PAISAJES DE SALAMANCA

Robledales: Paisajes de clorofila

Actualizado 14/01/2015
Redacción

Una de las grandes riquezas de nuestra provincia está en su variedad de comarcas, con paisajes, gastronomía y arte que diferencian a unas de otras y que SALAMANCA rtv AL DIA recorrerá cada semana (GALERÍA FOTOGRÁFICA)

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Si hay algo que distingue a Salamanca de otras provincias es su gran variedad de comarcas, con paisajes, gastronomía y arte que la hacen única. Una riqueza al alcance de todos los salmantinos y visitantes que SALAMANCA rtv AL DIA mostrará cada semana. Propuestas turísticas que también pueden conocerse ampliamente en la web de la Diputación de Salamanca http://www.salamancaemocion.es En este paseo conoceremos mejor los robledales.

Texto: Raúl de Tapia, Fundación Tormes E-B

Inabarcable, luminoso, embaucador?un robledal cosecha epítetos como acto reflejo, inconscientemente. Los ojos están acostumbrados a verlos derramarse por las faldas de la sierra o que la niebla gatee sobre ellos cuando se inaugura la mañana. Reconocemos un entramado denso de troncos y ramas, engalanados con verdes de primavera a verano, velados de amarillos en el otoño, hasta teñirse de gris en el invierno. Cuando los líquenes cubren su desnudez durante los fríos, centellean resplandecientes los días de lluvia. Pero el verdor, esa adicción del paisaje por la clorofila, es su personalidad.

Más allá de la presente postal de tiempos y tonalidades está la dimensión del espacio. Esa idiosincrasia del robledal sufre gratas distorsiones sobre el topográfico de la provincia. Su condición de bosque entreverado, a medio camino de las encinas y las hayas, le permite dibujarse de variados estilos según donde nos encontremos. Así, existe la floresta norteña, de contagios atlánticos atrapada en las Quilamas y Sierra de Francia. La Honfría, junto a Linares, ejemplifica esta singularidad donde nos encontramos las espectaculares azucenas silvestres o las peonías, esas rosas de monte que tanto gustan a las serranas. La proximidad del pico Cervero incita a su atenuada ascensión; desde sus más de mil cuatrocientos metros seremos testigos de la transición y diversidad de los paisajes salmantinos.

Ya en la sierra de Francia, es ineludible el paseo por tres enclaves. El primero nos cita en Cepeda, junto al arroyo de San Pedro, donde un puente de fábrica austeramente bella nos pone a los pies de ejemplares centenarios. Bien cerca tenemos el segundo, en la Herguijuela, donde su haya nos anuncia una flora donde vendimiar imágenes nuevas con nuestras cámaras. Algo nos dice al acercarnos al lugar que hay algo distinto, ya cuajado del espíritu de las tejedas. Pero el tercero de los enclaves gana el órdago de la excelencia. Y es que San Martín del Castañar goza de un auténtico valle de carballos, el roble cantábrico. Sin duda el Camino del Asentadero-Bosque de los Espejos, que revoletea también por Sequeros y las Casas del Conde, permite el acercamiento a un privilegio que la naturaleza ha querido dejar olvidado. El carballar cuenta la historia pasada, aquella que habla de los glaciares de Béjar, lenguas de hielo que un día se retiraron.

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Y aquí, en las lomas que circundan la villa ducal hallamos unos melojares diferentes. Candelario abre sin duda este segundo capítulo, con arboledas de media montaña. Los prados, mantenidos por vacas y pastores, tienen costuras de piedra y roble. Aún se mantienen los muros vivos, donde el granito de las morrenas se minimaliza en forma de vallas. Es en estas lindes donde no llega el diente del ganado y el rebollo pervive a salvo, orquestando un paisaje en mosaico que invita a la contemplación. La Dehesa cercana, que trepa pareja a los arroyos y riberas del Cuerpo de Hombre, pasa del monte en madurez a una juventud incipiente según nos aproximamos a Hoya Moros. Hasta allí, el maridaje de bolos graníticos y difíciles rebrotes se dejará conquistar por la montaña altiva.

Estas tierras son también queridas por los castaños que bordean la carretera vieja que baja a Extremadura, en un recorrido que atraviesa Cantagallo, Puerto, Peñacaballera, El Cerro y Lagunilla, para arrimar la ruta hasta Montemayor del Río. El castillo se eleva sobre el pueblo para estar a la altura estética del lugar. Cualquiera de estas localidades bien merece un receso, y Montemayor obliga a conocer su cestería tradicional.

Desde el extremo meridional de Salamanca saltamos al suroeste, donde El Rebollar adquiere mayúsculas. La vegetación se convierte en nombre propio al bautizar a esta comarca. Mucho hay por ver y andar junto a la raya con Portugal. La distancia y el aislamiento han facilitado la pervivencia de usos y costumbres, de folclore y gastronomía. Estos emparejamientos nacen de la utilización atávica de los recursos naturales, que llegan a nosotros bajo la nomenclatura de la tradición. Su representación museística se puede visitar en Navasfrías. Allí su museo recoge fotogramas tangibles de un tiempo que no volverá a ser. Hacerse montaraz es en extremo sencillo, en un territorio frecuentado por perdederos a vista de pájaro desde el pico Jálama. La soledad del paseo facilitará el encuentro con los arrendajos, aliados del roble con su costumbre de enterrar bellotas para el largo invierno. El escaso olvido de su basta memoria permite la germinación tan sólo de algunas de ellas, ayudando en la regeneración más espontánea.

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Mas si queremos ahondar en el uso atávico de las riquezas del campo, Peñaparda es la elección. El toque de su pandero cuadrado nos relata vivencias cantadas a la intimidad del fuego. Percusión de roble y cabra: la música de los emboscados. Esta localidad esconde además, entre sus chirpiales y brinzales, una vieja cantera de piedras de molino. Todavía se ven algunas muelas petrificadas en el tiempo, detallando el esfuerzo del brazo para arrancarlas de la roca madre y la atinada inteligencia de quien supo descifrar la idoneidad del roquedo. El silencio de las mazas y cinceles lo rellenan los leves silbidos de agateadores y trepadores, aves sabias que buscan su avituallamiento entre los líquenes de las cortezas.

Este deambular deja para el final un lugar tímidamente conocido y no muy transitado. El Payo se baña de los arroyos que crían al Águeda. La impetuosa luz entre la hojarasca apela a Sorolla mientras el agua llama a Monet, riendo en cada minúscula cascada. Quizás sea el secreto de este lugar: agua y luz conformando una trinidad pagana con los robles centenarios. Allí los regatos huelen a fertilidad, provocando una sensación de lugar primigenio. Igual son también los trinos y canturreos, la tonadillas de los petirrojos y herrerillos los que le dan una patina de autenticidad. Bajo esta alquimia, podemos cerrar la vivencia con un paseo nocturno, aguantar hasta que marche el día y dejarnos conqui

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