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Pesebre
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Pesebre

Actualizado 21/12/2014
Juan José García García

El pesebre es algo muy sencillo que todos los niños entienden. A veces está compuesto de muchas figuras distintas, de diferente grandeza y talla: pero lo esencial es que de algún modo todos tienden y miran hacia el mismo punto, el portal donde María y José, con el buey y el burro esperan el nacimiento de Jesús o lo adoran en los primeros momentos después de su nacimiento

Como el pesebre, todo el misterio de la Navidad, del nacimiento de Jesús en Belén, es muy sencillo, y por eso está acompañado por la pobreza y la alegría. No es fácil explicar racionalmente cómo están juntas las tres cosas. Pero lo intentaremos.

El misterio de la Navidad es ciertamente un misterio de pobreza y de empobrecimiento: Cristo, que era rico, se hizo pobre por nosotros, para hacerse semejante a nosotros, por amor nuestro y sobre todo por amor de los más pobres.

Aquí todo es pobre, sencillo y humilde, y por eso no es difícil comprenderlo para quien tiene el ojo de la fe: la fe del niño, al que pertenece el Reino de los cielos. La sencillez de la fe ilumina toda la vida y nos hace aceptar con docilidad las grandes cosas de Dios. La fe nace del amor, es la nueva capacidad de mirar que tenemos porque nos sentimos muy queridos por Dios.

El fruto de todo esto está en la palabra del evangelista Juan en su primera carta, cuando describe la experiencia de María y de José en el pesebre: «Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó». Y todo esto sucedió para que nuestro gozo sea completo. Así pues todo es para nuestro gozo, para un gozo pleno (cf. 1Jn 1, 1-3). Este gozo no era sólo de los contemporáneos de Jesús, sino que también es nuestro: hoy también este Verbo de la vida se hace visible y tangible en nuestra vida diaria, en el prójimo al que amar, en el camino de la Cruz, en la oración y en la eucaristía, especialmente en la eucaristía de Navidad, y nos llena de gozo.

Pobreza, sencillez, alegría: son palabras sencillísimas, elementales, pero tenemos miedo de ellas y sentimos casi vergüenza. Nos parece que la alegría completa no está bien porque siempre hay muchas cosas de las que hay que preocuparse, hay muchas situaciones desacertadas, injustas. ¿Cómo podemos gozar de verdadera alegría ante todo esto? Pero tampoco la sencillez está bien, porque hay muchas cosas de las que desconfiar, cosas complicadas, difíciles de entender, los enigmas de la vida son muchos: ¿cómo podemos gozar del don de la sencillez ante todo esto? ¿Y acaso no es la pobreza una condición que hay que combatir y extirpar de la tierra?

Pero alegría profunda no quiere decir no compartir el dolor frente a la injusticia, frente al hambre del mundo, ante los muchos sufrimientos de las personas. Quiere decir simplemente confiar en Dios, saber que Dios sabe todo esto, que se preocupa por nosotros y que suscitará en nosotros y en los demás esos dones que la historia requiere. Y así nace el espíritu de pobreza: confiando plenamente en Dios. En Él podemos gozar de la alegría plena, porque hemos tocado el Verbo de la vida que cura toda enfermedad, pobreza, injusticia, muerte.

Si de alguna manera todo es tan sencillo, también debe ser sencillo creer. A menudo oímos decir hoy que en un mundo así creer es difícil, que la fe corre el peligro de naufragar en el mar de la indiferencia y del relativismo actual o de ser marginada por los grandes discursos científicos sobre el hombre y el cosmos. No cabe duda de que en un mundo así hoy puede costar más trabajo mostrar con argumentos racionales la posibilidad de creer.

Pero no debemos olvidar la palabra de san Pablo: para creer bastan el corazón y la boca. Es un acto tan sencillo que no distingue entre doctos e ignorantes, entre personas que han realizado un camino de purificación o que aún deben realizarlo. El Señor es de todos, es rico de amor para todos los que le invocan.

Justamente nosotros tratamos de profundizar en el misterio de la fe, tratamos de leerlo en todas las páginas de la Escritura, lo hemos declinado por caminos a veces tortuosos. Pero la fe, repito, es sencilla, es un acto de abandono, de confianza, y debemos hallar de nuevo esa sencillez. Ella ilumina todas las cosas y permite afrontar la complejidad de la vida sin demasiadas preocupaciones o miedos.

Para creer no se requiere mucho. Es preciso el don del Espíritu Santo que él concede siempre a nuestros corazones y de parte nuestra poner atención en las pocas señales bien colocadas. Vemos pequeñas señales, pequeñas como las del pesebre, pero fue suficiente porque nuestro corazón estaba ya preparado para comprender el misterio del amor infinito de Dios.

A veces buscamos señales complicadas, y está bien. Pero puede bastar poco para creer si el corazón está disponible y si se escucha al Espíritu que infunde confianza y alegría en el creer, sentimiento de satisfacción y de plenitud. Si somos tan sencillos y disponibles a la gracia, entramos en el número de aquellos a los que les es dado proclamar esas verdades esenciales que iluminan la existencia y nos permiten tocar con la mano el misterio manifestado por el Verbo encarnado. Experimentamos que también la alegría perfecta es posible en este mundo, a pesar de los sufrimientos y dolores de todos los días.

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