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Cuento de Navidad
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Cuento de Navidad

Actualizado 17/12/2014
Rafael Bellota Basulí

El Fantasma de las Navidades le visitó de madrugada, enviado por su socio desde la cárcel esperando que se arrepintiese antes de que fuese ya tarde.

El fantasma, le cogió de la mano y primero le llevó a una Navidad que no recordaba.

Vio a unos niños con los que jugaba en su barrio de pequeño. Jugaban con una pelota de goma algo ahuevada cuyos botes eran impredecibles por su forma y por la topología del descampado en el que se entretenían. Recordó como aquel descampado empezó a llenarse de grúas, como árboles de Navidad metálicos y fríos, que en unos años harían de su barrio una ciudad dormitorio que acabó incorporándose a la gran urbe. Sus compañeros de juego le pasaban la pelota y él, en su carácter acaparador, corría con ella hasta aquella portería construida con un par de ladrillos, intentando convertirse en el pichichi del equipo. Sus amigos le reclamaban un pase, pero él no soltaba la pelota hasta que, con mayor o menor fortuna, chutaba hacia la portería para conseguir un gol, más debido a un mal bote que despistaba al portero, que a su atino en el disparo.

Recordaba su carta a los reyes, pidiéndoles un par de botas de fútbol, y como, sin saber el esfuerzo que habían hecho sus padres para conseguirlas, las lucía el día de Reyes ante la envidia de sus colegas.

Después ambos, el fantasma y él, se acercaron al salón. Él encendió un cigarrillo y observó el lujoso árbol de navidad que había dispuesto su mujer junto con sus hijos en uno de los tantos fines de semana de los que pasaba fuera de casa. Regalos no vio ninguno en especial, quizá el fantasma no quería mostrarle eso, pero si recordaba como los últimos años ya no esperaba con ilusión la noche de los regalos. Cada año que pasaba, la alegría se disipaba más rápidamente, sin importar el regalo que fuese. Todo ello le iba pareciendo cada vez más tedioso. Ahora ni siquiera quería abrir los regalos de inmediato, intentando así disimular su cara de hastío. Sus ilusiones seguían siendo acaparar la pelota de éxito y el poder, que también con sus impredecibles botes intentaba colar a sus socios en los negocios, entre aquellos dos postes de la vida que había elegido, sin importarle nada a quienes dejase en el camino.

El último paseo con el, ya familiar, fantasma, le llevó a una Navidad adelantada en el tiempo. Se vio en otra Navidad, sólo. Su mujer le había dejado, sus hijos habían crecido y vivían en otro país. Recordaba a su socio del que nunca volvió a saber nada, tampoco se preocupó por ello. Se arrepentía de haber dejado pasar tantas cosas que antaño eran bonitas y que ahora apenas reconocía. Una enorme serie de compromisos sociales, de comidas, de cenas y eventos, afortunadamente le hacían olvidar aquellas fechas y amortiguar su nostalgia. Había conseguido lo que perseguía, pero evidentemente no había conseguido lo que quería.

Por último el fantasma de la Navidad intentó convencerle al mostrarle el año en que yo ya no estuviese vivo. Entonces sí se propondría, definitivamente, aprovechar su vida, pero allí sería, evidentemente, demasiado tarde.

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