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Cuentos de las tardes
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Cuentos de las tardes

Actualizado 11/10/2015
Marina del Valle Blanco

Las cinco. Eran las cinco de la tarde y yo ya estaba esperando para poderme marchar corriendo.

Sus cuentos empezaban siempre en la cocina, sentándome en sus rodillas, desde entonces, el sitio más cómodo que he conocido. Y ahí se me pasaban las horas muertas.

[Img #167035]Yo estaba preparada ya para el viaje, me acomodaba encima de él y nos íbamos mentalmente por todos los lugares que queríamos. Normalmente ambos nos decantábamos por sitios agrestes, difíciles, para no poner los cuentos fáciles, aquello sí era emoción.

Cada día una historia, siempre llena de animales y criaturas que me enseñaban cómo era la vida. Pues bien, por allí pasaban esos personajes y me dejaban en algún extraño lugar, y ahí empezaba todo.

"Y entonces, ¿sabes quién llegó? La Loba", decía.

Bfff, menos mal que siempre llegaba la Loba. No sé qué habría sido de los cuentos sin ella, siempre estaba ahí, nunca me fallaba.

Un día nos fuimos al campo, ya no recuerdo muy bien qué pasó, sólo sé que yo estaba perdida, intuía que aquello era el Pozo de los Humos, lo conocía muy bien por las descripciones de la gente del pueblo. Un lugar para perderse, con el río Uces por entre las rocas hasta que cae en cascada dejando unas gotitas que, parecía que no, pero te acababan mojando. Pues yo creía que estaba ahí.

Había llegado no sabía muy bien cómo, pues desde las rodillas del tío en la cocina llegaba a tantos sitios que muchas veces no recordaba dónde estaba ni cómo había llegado allí. Sé que monté en un caballo y por lo escarpado del lugar, él se despeñó.

Llegó la noche y yo estaba aterrada. Y más cuando vi dos ojos color fuego mirándome. Me agarró con los dientes y me sacó de entre las zarzas. Era la Loba. Ésa fue la primera vez que la vi, y desde entonces nunca más tuve miedo.

¿Y dolor? Qué importaba el dolor, si yo sabía que tarde o temprano iba a ser aliviado por algún extraño ungüento, creado en segundos a partir de la fe y la imaginación.

¿La muerte? La muerte no tenía sentido, y el sentido carecía de razón, y la sinrazón era el estado que cualquier ser con dos dedos de frente ansía poseer desde el preciso instante en que se da de bruces con la vida. ¿Qué tenía sentido entonces? Para mí, sólo aquellas tardes.

Él me enseñaba la parte de la vida que no se vive, pero la que más se siente.

Las tardes acababan, casi siempre, con el cambio de muda de ambos, qué necesidad de cortar un cuento in medias res para ir al baño y luego perder el norte. Una vez terminado, era sólo cosa de minutos el lavarnos, cambiarnos y poner en remojo la ropa, ropa mojada de ilusión, así prefiero llamarlo. Aún oigo la voz de la tía diciendo:

-¡Ya se meó! Si es que os quedáis atontados con las historias.

En aquel entonces, poco me importaba a mí mearme encima de alguien, de hecho me daba mucho gusto. ¿Qué tendría? ¿Tres o cuatro años? Suficientes para comprender que era un gran placer que pronto me obligarían a dejar.

¡Bah! Las mañanas. Tener que madrugar para ir a decir números y letras al colegio, y juntarme con niños que no montaban en caballos, ni conocían a la Loba? y mucho peor, ¡no creían mis historias!

La maestra gritaba:

-¡Todos juntos!

-Uno, dos, tres, cuatro?

Antes de llegar al cinco yo dejaba de colaborar, y pensaba: "Cinco?, a las cinco me voy a casa de los tíos, que seguro que hoy la Loba está nerviosa porque ayer tuvo tres cachorros?" Y eso sólo me lo podía contar el tío.

Yo sí que estaba nerviosa. Ya quedaba poco, no sabía cómo funcionaba aquel reloj de la maestra, pero sí conocía a la perfección hacia dónde debían mirar las agujas a eso de las cinco.

Salí corriendo como cada tarde, llegué a casa. Hoy mi madre no me había hecho el bocadillo. Debía esperar algunos minutos, todos ellos impaciente.

Miré el reloj del salón y las agujas estaban en otra posición. ¿Llegaría demasiado tarde para el cuento? ¿Estaría el tío tan impaciente como yo? Seguro que él me iba a esperar, de eso no me cabía duda.

Por fin llegó mamá, había bocadillo de chocolate. Mmmm. El pan no era gran cosa, siempre era como chicle, pero con el chocolate se tragaba mejor. ¡Hale!

-¡Hala, hija, puedes irte a casa de los tíos! Siempre por la acera de la izquierda, ellos estarán esperándote en la terraza, así que espérate a que te vean para cruzar la carretera.

Siempre era la misma frase, y oírla siempre me hacía la misma ilusión.

Ese día hacía más frío de lo normal. No me importaba demasiado, la cazadora la llevaba a rastras. No había día en que la llevara puesta, no tenía tiempo, no quería tiempo para ponerme cazadoras, el tiempo era para cosas más importantes. Pero aun así, la verdad es que tenía frío. Desde lejos vi la casa de los tíos. Eso lo arreglaba todo.

Parecía distinta. Incluso de lejos.

Los tíos no me esperaban en la terraza. Crucé la carretera sola. Los tíos ni siquiera me esperaban. Pero bueno, yo ya me creía mayor para cruzar sola.

Desde el terreno vi algo que nunca había visto, parecía un coche. Me fui acercando a casa. Vi a Perla, la perra viejita que tenían los tíos y que tanto me quería. No sé, fue una sensación rara, pero me pareció que Perla, cada segundo, se iba pareciendo más y más a la Loba.

Oí un rebuzno. ¡Qué cosas! Ahora, el burro que estaba en el prado de al lado iba creciendo hasta hacerse como el caballo que cada tarde me llevaba al campo para protagonizar mis cuentos. Era como si la realidad se adueñara de la ficción, o la ficción de la realidad.

Llegué a casa, en la terraza vi una camilla, blanca, con ruedas, dos señores se la llevaban al coche ese, un coche muy grande. La tía me miró, lloraba.

Sentí más frío aún, o quizá miedo. Y le pregunté:

-¿Y el tío? ¿No me esperó?

-Hoy no hay cuento, alhaja.

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