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Justicia y perdón
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Justicia y perdón

Actualizado 28/11/2014
Marta Ferreira

[Img #157551]

La foto impacta y ahí la tienen ustedes: el arzobispo de Granada y varios sacerdotes, tendidos sobre el suelo como confesión de un grave pecado y manifestación del arrepentimiento por sus terribles consecuencias. Esto litúrgicamente sólo se hace una vez al año: el Viernes Santo, el día de la muerte de Jesús. ¿Por qué hacerlo el pasado domingo en la catedral de Granada? Desde luego, la foto ha recorrido medio mundo y la han recogido diarios de todos los colores: la Iglesia pide perdón por la pederastia perpetrada por algunos de sus responsables, en este caso, tres sacerdotes que abusaron sexualmente de algunos adolescentes en el ámbito de su parroquia. Repulsivo crimen, presente en nuestra sociedad como muestra de una depravación en grado máximo. Porque pederastas los hay en todos los gremios y profesiones, y quién no ha oído hablar de esos viajes con destinos sexuales, con niños y niñas de víctimas propiciatorias. Pero que los autores sean sacerdotes católicos, celebrantes cada domingo de la eucaristía, roza el rizo del escándalo, sobre todo a quienes nos reconocemos cristianos.

Se te abren las carnes y sólo cabe una pregunta: ¿cómo es posible? Una sabe que los sacerdotes son hombres y, cristianamente, tan pecadores como el resto. Esa idea del pasado de que los curas eran cristianos más perfectos que los demás, fue siempre un error, también entonces: los curas no son mejores ni peores que cualquiera de nosotros, pero de ahí a que en el seno de la clerecía y al amparo de su presumible conducta ética y amparándose en la institución se perpetren crímenes ?eso son los casos de pederastia, y quienes los perpetran, criminales-, roza lo innombrable. Esos curas han hecho un tremendo daño a las personas que sufrieron sus abusos sexuales, pero también a la Iglesia a la que dicen pertenecer y sobre todo a sus compañeros, muchos de ellos viviendo casi en la pobreza y entregados a los demás en muy diversas formas: ¿por qué no colgaron los hábitos, conscientes de su sexualidad depredadora e inhumana, es que querían parecer buenos aunque fueran perversos, es que no querían perder honorabilidad y poder o veían que gracias a ellos sus cacerías entre adolescentes encontraban campo abonado? Vomitivo humanamente, pero más aún evangélica y cristianamente: cómo olvidar las dramáticas palabras de Jesús contra quienes "escandalicen a uno de estos pequeños".

Solo que aquí ocurrió lo inesperado: el denunciante ante la Iglesia y ante la autoridad civil, que había tirado la toalla y optado por permanecer en silencio para no perjudicar a la comunidad católica en la que permanece (¡esto son palabras mayores: qué fe hay que tener para no abandonarla en su situación!), escuchó unas palabras del papa Francisco que animaban a no guardar silencio y denunciar. Y le escribió una carta relatándole todos los hechos, en la convicción de que esos curas criminales podían seguir abusando de otros menores, despedazando vidas, como hicieron con él, para que actuara y pusiera en marcha la investigación en Granada. Cuál no fue su sorpresa al encontrarse con que el obispo de Roma le llamó telefónicamente al poco tiempo para ¡pedirle perdón en nombre de toda la Iglesia y aconsejarle la denuncia canónica y civil contra los autores, responsables de varias parroquias de Granada!

Jorge Bergoglio ha puesto las cosas en su sitio: qué gran papa. La Iglesia debe ser el lugar de la misericordia y del perdón, pero también de la justicia y ésta debe precederlos: aquí no cabe la omertá, la ley del silencio, los sepulcros blanqueados. El culpable de un crimen debe pagar por ello, tanto en la Iglesia como en el fuero secular, y quienes conocen conductas abominables como esta, han de denunciarlo evitando la tentación de encubrirlas con el pretexto del daño del escándalo. El escándalo es que gentuza así siga en la calle, con aura incluso de respetabilidad, mientras que sus víctimas penan existencialmente con un sufrimiento sin fin, en tantas ocasiones sin ninguna muestra de solidaridad porque su vergüenza les impide contar sus padecimientos. Y con el riesgo añadido de que sigan regando de víctimas su execrable camino: encubrirlos sería un delito, pero, en mayor medida, un abominable mentís al núcleo del Evangelio.

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