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Romanticismo imposible
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Romanticismo imposible

Actualizado 31/10/2014
Luis Miguel Santos Unamuno

No hay manera de que le dejen a uno ejercer sus labores (S. L., como se consignaba antes el trabajo de las madres en el reverso del carnet de identidad). Andaba enredado con el Tonio Kröger de Thomas Mann dudando, como él, si debo dedicarme a vivir o a ser un artista, lo que en el fondo es volver del revés el título de esta sección y transformarlo en un Si vives no escribes, y pensando un artículo lleno de literatura y romanticismo cuando la realidad, léase corrupción, nos explotó (una vez más) a todos en la cara con mayor intensidad aún que las guerras púnicas de antaño. Imposible hablar de otra cosa. Difícil decir algo nuevo u original que nos permita superar los exabruptos escuchados en los corrillos de vecinos que se han formado a la puerta de las casas consistoriales.

Me percato entonces de que la duda del joven romántico probablemente asalta a todo ser humano. Y que muchos deciden vivir una vida dedicada a lo público, algunos en la sombra, al servicio a los demás, otros bajo los focos del gran poder. No envidio a estos últimos. No quiero pertenecer a la casta política, como se dice ahora. No me llama la atención el dinero excesivo, el acumular riquezas. Tampoco tengo nada contra esa casta, esas personas que toma decisiones en las que la mayoría de nosotros no nos queremos involucrar. Sí lo tengo con que sean mediocres o simplemente unos inútiles. Sí lo tengo con que sean corruptos, buscavidas, falsarios, y dejo todos los etcéteras. El hecho de que yo, que me considero persona honrada (como todos ustedes, seguro), que nunca haría algo así, que no me dejaría corromper, no me dedique a la política que dejo en manos de otros, hace que me alcance cierto grado de responsabilidad en toda esta operación púnica.

En fin, que vuelvo a mi libro con un oído y un oído atentos a los programas informativos -de muy buen nivel, todo hay que decirlo- que pueblan las tardes televisivas. El protagonista, Tonio, que en su clase de baile ha vivido un sofocón embelesado por los ojos de Inge, la adolescente de la que está enamorado y que, sabe, no está interesada en él, se ve sumido en dudas: "¿Por qué? Por qué estaba allí?, ¿por qué no estaba en su habitación, sentado junto a la ventana, leyendo el Immensee de Storm y contemplando de vez en cuando el jardín al atardecer [...]?". Quiero seguir leyendo pero no puedo, la realidad me resulta más interesante, más necesaria, que la ficción. Cierro el libro y subo el volumen de la tele.

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