Pablo de la Peña, imagen de la vida, negativo de la muerte

Más allá del trasiego cotidiano del fotógrafo de prensa, del habitante de la ciudad ahíta de gentes, el artista se adentra en las veredas del camposanto, preparando los crisantemos del uno de noviembre, regresando a los corrales de muertos unamunianos, que en medio del barbecho de los campos, nos recuerdan a los vivos que polvo eres? y en negativo te convertirás.

La de Pablo de la Peña es una desolada mirada de amante del cine clásico curtido en la soledad de los pasos del fotógrafo siempre al acecho. Una visión certera de la vida cotidiana de la ciudad vertiginosa que remansa su quietud entre las paredes de los cementerios rurales, lugares de paz y de geometría de lo absoluto. Espacios en los que se alza la cruz que une los cielos densos de sus fotografías con el suelo pétreo de caminos, lápidas y tumbas desnudas. Una mirada detenida en la muerte y el vacio, en el paso apresurado de los vivos entre los hierros oxidados de las tumbas viejas, en los ángeles caídos, en los nombres apenas recordados.

Nuestra identidad también está en el recodo de aquellos que encerramos entre las bardas del olvido, en la paz de los campos vacíos que nos asaltan desde las impresionantes imágenes de un fotógrafo en estado de gracia, alumbrado por el espacio de la sala de exposiciones de la Diputación y por el amparo del Instituto de las Identidades. No podía ser de otra manera, los usos y ritos funerarios, propios de un otoño que nos regala los cielos preñados que, en las fotografías de Pablo de la Peña, son un decorado en el que se recortan nuestros inútiles deseos de eternidad, forman parte de la antropología emocional de este espacio detenido entre la vida y la muerte. Un espacio que la lente del fotógrafo acaricia revelándonos pliegues secretos, hermosas composiciones de una soledad tan densa que no podemos por menos que recordar los versos de Bécquer: Dios mío, qué solos/se quedan los muertos.

Es esa soledad inmutable, que resiste al tiempo y a la uniformidad de la modernidad, la que retrata con pulso firme y magistral geometría el fotógrafo Pablo de la Peña, dueño de un inusual manejo de un blanco y negro que recuerda las técnicas del grabado tradicional, maestro del hallazgo insólito que, en Salamanca, tan bien supo retratar José Núñez Larraz. Sus imágenes, para quien conozca su labor periodística, son un prodigio de sensibilidad, de soledad, de quietud? la misma que nos recuerda la eterna belleza de un cementerio rural, fuente de identidad de nuestras más firmes raíces en la tierra, de aquello que no cambia y es inmutable. Y porque no solo lo fugitivo permanece, como afirma el autor barroco que tanto sabía de vánitas y de retratos de muerte, el fotoperiodista se ha convertido en antropólogo de nosotros mismos? ha cargado su cruz al cuello y nos ha devuelto la raíz de nuestra última morada. Los cementerios salmantinos, que surgen del paisaje de la provincia, variado, a la intemperie de los cielos que tanto espacio tienen en las fotografías? se revelan ante el ojo de De la Peña como bellísimos lugares en los que la paz permanece inmutable y la cercanía y la infinitud juegan el contrapicado de la composición oportuna.

Las imágenes del devocionario particular de De la Peña provocan al espectador un estado de recogimiento, incitan al silencio, al fervor y a la reverencia. Son, en suma, el escenario hermoso de nuestra identidad, de nuestra naturaleza mortal, de nuestra sencillez provinciana. Visitar esta exposición es un acto reconocimiento: recuerda, hombre, que eres mortal; recuerda, hombre, tu pertenencia a la tierra. Una tierra que se alza a los cielos desnudos de Pablo de la Peña. Nunca estuvieron tan cerca en un deseo de permanencia y pertenencia. Por ello su mirada es tan certera, desolada, resignada y verdadera.

Charo Alonso

Fotografías de Pablo de la Peña pertenecientes a la exposición "Corrales de muertos", organizada por el Instituto de las Identidades de la Diputación de Salamanca