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Actualizado 19/09/2014
Luis Miguel Santos Unamuno

En las novelas decimonónicas y en las películas de aventuras no era extraño que apareciera un manuscrito misterioso que prometía sorpresas y que en su primera página solía poner la entradilla: "A quien pueda interesar". Con eso ya te enganchaban. Personalmente me sucede que no me siento protegido por ese emocionante subjuntivo y me pregunto con un cruel indicativo: "¿a quién puede interesar?" lo que uno escribe y más que nunca en este caso en que me limito a enviar postales de un viaje.

Un viaje a destiempo y por ello sin multitudes, sin colas de turistas (yo mismo uno de ellos), con la posibilidad de encontrar la vida real o al menos un poco de ella.

Supongo que era por eso por lo que viajábamos antes, para descubrir que aquello a lo que estábamos acostumbrados no hacía sino entontecernos, impedir que descubrieramos otros yos posibles, atados a una rutina previsible y desoladora.

Viajar a contrapelo con los ojos abiertos para aceptar el azar, las guías apenas consultadas, es aumentar la posibilidad de encontrar el mejor, o en el que estás más a gusto, lugar de Rotterdam, en ese momento en que el sol convierte en placentero lo que sólo parecía apetecible y disfrutarlo sin prisas, sin querer abandonarlo demasiado pronto. Sin querer verlo todo como el que va matando conejos en cada lugar que la Guía turística señala, según expresión feliz de un amigo.

Ahora que Google maps te permite previsualizar los lugares más recónditos incluso a pie de calle es más imperioso que nunca conocer la vida de las ciudades en movimiento, por decirlo así. Su gente, cómo hablan, qué comen, cuánto tardan en tomarse ese café que piden a nuestro lado (en Portugal es visto y no visto mientras nosotros nos demoramos), en qué pierden el tiempo. He visto jugar a los dados un buen rato a una pandilla de borrachines en un cuchitril de esos que guardan la leche en una nevera como las de casa y no fui capaz de entender las reglas para ganar o perder. He visto apostar a los caballos a lugareños (dicho sea sin tono peyorativo) pendientes de la televisión una mañana de sábado en un bar francés lleno de sabor y cuya dueña sirviendo con presteza las mesas me hizo recordar una canción de Brassens, Le bistrot: "Una espéc de fé' (hada)/d'un vieux bouge a fait/un palace".

¿De qué si no iba a acordarme yo de esa preciosa tonada que dormiría en mi memoria otro montón de meses, años quizá hasta que otro acontecimiento me hiciera recordarla?

A pesar de no tener prisa ni prisas tampoco te puedes dormir si quieres cazar la vida a lazo. Se cumple, como en casi todo, la ley de Murphy y así, cuando preparas la cámara para robar (con educación y discretamente o serás mirado con desaprobación y catalogado de turista) otro momento, si te despistas un segundo todo ya pasó. Querías lograr l'instant décisif, inmortalizar a ese anciano que pasa delante de ti pedaleando cansinamente en su bicicleta y lo pierdes y ya no será inmortal como los dos jóvenes de la foto de Doisneau que se besan ajenos a la multitud, esa foto que puebla paredes de pisos de estudiantes y que también a ti te emocionó hasta que supiste que estaba preparada y se trataba de modelos contratados, justo lo que no esperas encontrar en un viaje por la realidad.

El descubrir tantos lugares en una ciudad más grande que la tuya te hace sentir idefectiblemente un poco paleto. Pero el pensamiento que te asalta de querer vivir en esa ciudad que tanto te está gustando, hasta el punto de empezar a hacer planes, encierra en lo profundo una trampa insalvable. Lo que quieres es volver el tiempo para atrás y no "vivir en el futuro" allí, sino "haber vivido", ser otro, de todos los otros que has podido ser y no has sido.

Vivir, ese apetito fáustico, es lo que tiene. Y viajar te lo dispara.

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