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Inmunidades y aforamientos
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Inmunidades y aforamientos

Actualizado 01/09/2014
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Hace unos pocos años en una recordada noche se proclamó por la máxima autoridad del Estado el principio de que la justicia es igual para todos. Los acontecimientos posteriores han venido demostrando hasta al propio Gobierno español cuán etéreas eran esas palabras, hasta el punto de que pronunciarlas por quien lo hizo, ahora con perspectiva y con el respeto debido a la persona del Rey Juan Carlos, se acerca a lo que uno considera un acto obsceno.

Es claro que la igualdad es un concepto escurridizo y polivalente, que puede ser comodín de argumentaciones diversas y hasta contradictorias. La cuestión no está en hablar solo de igualdad, sino en ver los parámetros del caso concreto y ver cómo se ajusta esa igualdad a las circunstancias particulares. Porque el principio teórico de la igualdad, cuasievidente en un Estado Social y Democrático de Derecho, se convierte a la hora de la verdad en el tratamiento igual de los iguales y en el tratamiento desigual de los desiguales. Si no, no hay verdadera igualdad, hay consolidación injusta de la diferencia. Son abundantes las sentencias del Tribunal Constitucional que aplican estas reflexiones sencillas en teoría y tan discutibles en la realidad cotidiana.

El acto obsceno al que antes me refería no se debe a los problemas penales en que los conocidos familiares de nuestros Jefes del Estado, anterior y actual, están inmersos. Es cierto que algunas actuaciones en este caso han puesto muy en duda que todos los sujetos procesales tengan clara una aplicación adecuada de la regla de la igualdad ante la ley y en el proceso. La obscenidad más bien se la puso en el discurso la contradicción que en ese momento pocos notaron ?y menos que nadie, el desafortunado autor de esas líneas-: quien pedía igualdad ante la justicia era precisamente una de las escasas personas que en nuestro país no es que estén aforadas, sino que tienen inmunidad constitucional en sus actos. No puede darse en España un caso Collor de Mello, presidente del Brasil destituido de su cargo por corrupción, ni un caso Levinsky, en que el Presidente de los Estados Unidos fue enjuiciado por lo que muchos recordamos. Y no puede darse, no sólo porque el Rey Felipe VI no sea Collor de Melo, ni sea Clinton, sino porque es inmune en virtud de una regla constitucional: no puede ser enjuiciado, ni absuelto ni condenado.

No es el único inmune. También lo son los parlamentarios por las proclamaciones que realicen en el ejercicio de su cargo: la famosa inviolabilidad parlamentaria, creada para evitar limitaciones indebidas en la discusión política de nuestros representantes, aunque si se mira bien se han rodeado de otros encorsetamientos desmesurados y probablemente no sólo inútiles, sino perniciosos para la calidad de ese mismo debate. Tenemos además las inmunidades diplomáticas, justificadas históricamente y que a veces se han llevado al extremo de pretender dar patente de corso al arrendatario extranjero que impaga la renta.

Una de las propuestas del verano de nuestro fértil Ministro de Justicia, ha sido confundida con frecuencia en estos días pasados con lo que se acaba de exponer. En esa campaña que se ha iniciado para la llamada "regeneración democrática", sin duda más que necesaria, una de las propuestas estrella es la de reducir los aforamientos. Nuestros estudiantes saben bien que nada que ver tiene esto con las inmunidades: pues éstas impiden el ejercicio de la jurisdicción, y los aforados sólo implican una modificación a las reglas ordinarias de la competencia objetiva. La potestad jurisdiccional no se detiene: los jueces tienen el deber de enjuiciar, sólo que lo deben hacer unos jueces distintos a los que juzgarían al resto de los mortales.

Se ha hablado de exceso de aforados. Desde luego quien debe examinarse de Derecho Procesal estaría de acuerdo, aunque sólo sea por la necesidad de aprenderse las variadas excepciones que nuestra legislación prevé en distintos textos. Se ha comparado con el Derecho de otros países de nuestro entorno, lo cual es siempre delicado, porque las circunstancias de cada sistema procesal son diversas y a veces nos olvidamos de los pesos y contrapesos de cada ordenamiento. Lo que me parece evidente es que aquí también debemos aplicar la regla general que matiza de manera fundamental esa igualdad para todos de brocha gorda: hay que tratar de manera igual a los iguales y desigual a los desiguales. La clave está por supuesto en determinar dónde está la justificación de cada una de las desigualdades y, una vez reconocida, en sopesar si es suficientemente sólida para justificar un tratamiento distinto.

Hay abusos en muchos casos, sin duda alguna, que hacen que la desigualdad sea privilegio, sobre todo con los cargos estrictamente políticos. Hay otros casos en cambio en los que razones atendibles permitirían mantener el aforamiento sin que el principio de igualdad padeciera en absoluto: estoy pensando en el enjuiciamiento de jueces y fiscales por hechos cometidos en el ejercicio de su cargo, cuyo leve aforamiento, que yo sepa, no es lo que ha motivado ni las protestas por el exceso, ni tampoco las propuestas de regeneración democrática. Habrá que seguir atentamente los derroteros del debate.

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