Tirar de la manta (en su literal significado)

Habíamos leído los periódicos del día tan llenos de chismes trágicos y lamentables. Y nos disponíamos ya a ir a la cama. Apenas tuvimos tiempo para pensar durante el día por el cansancio. Y debió ser mejor de ese modo, pues el habernos detenido hubiera sido negativo para el ritmo que llevábamos en la marcha, y también el darnos perfecta cuenta de cuanto nos rodeaba nos habría desmoralizado en sobremanera.

Subimos un monte, vimos ruinas, muchas ruinas, para sentir que debajo debió de haber mucha vida poco tiempo atrás. Ahora ya nada había salvo deshechos de añejas arquitecturas. Y calor. Demasiado calor. Desde allí dominamos el llano quemado por soles de tantas tardes de calor y de abandono. Algo se atisbaba a lo lejos por el polvo levantado. Algún movimiento. Acaso animales o algún medio deshecho vehículo que avanzase torpemente por entre la tierra. Desolador y fantasmagórico casi todo. Y calor mucho calor, y algo de miedo. Un calor horrible, casi inhumano.

Admira lloraba de cansancio y de tristeza al acostarse. Y acudimos todos a confortarla. Sabíamos adónde íbamos, pero era muy duro encontrarse aquello tan desolado y triste cada jornada. La intentamos consolar de algún modo sabiendo que su pena no se iría del todo. Quizás el cansancio vendría pronto y la haría dormir (nos haría dormir a todos) y olvidarse por un rato de lo desagradable. Creímos haberla aliviado algo en su pena y su cansancio hasta que se durmió.

Amanecía pronto y debíamos reanudar la marcha. Al otro monte. Al de enfrente. Apenas veinte kilómetros de camino más lejos. Y otra jornada de extremo calor nos esperaba. Y más ruinas y más tristezas al cabo.

Por la madrugada bajaba muchísimo la temperatura y había que tirar de la manta hacia arriba para buscar el necesario abrigo protector. Y abrigué como pude a Admira que estaba a mi lado y profundamente dormida. Dos horas más tarde estaríamos de nuevo en el camino.