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Síndrome vacacional
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Síndrome vacacional

Actualizado 15/08/2014
Luis Miguel Santos Unamuno

Aclaro que no me estoy adelantando al final del verano y tampoco se trata de una errata. Porque a mi nunca me ha dado demasiado problema el llamado síndrome postvacacional, ese que se produce al reincorporarte al trabajo tras las largas vacaciones y que se describe con dolores de cabeza, alteraciones de sueño, desconcierto, etc. La intensidad de tal síndrome es variable, desde un servidor, incólume como ya se ha dicho, hasta los que lo pasan realmente mal y se plantean pedir la baja. Las maneras de afrontarlo, también variadas, van desde el ajo y agua hasta quien sorprendentemente confiesa que no sufre ese síndrome en septiembre porque no acaba de desconectar del trabajo en verano y sigue haciendo cosillas. ¡Qué talento! A mí ese monserga me parece medicalizar la simple mala leche de tener que volver al tajo (el que lo tenga). Más me preocupa ese tiempo en que estás de vacaciones y el desconcierto y la ansiedad te vienen precisamente de eso, de no saber qué hacer con tu tiempo, de que te parece poco cualquier cosa que te planteas (tenías grandes esperanzas para estos días). Lo que a mí me desazona es cuando sin tener que trabajar tampoco estoy fuera viajando -por no tener dinero, por ejemplo, que eso sí lo comparten muchos ciudadanos- y el tiempo se llena de expectativas no cumplidas y ves tu casa de una manera diferente aunque es la misma casa donde desarrollas tu vida el resto del año. Por cierto, ¿tienen vacaciones los jubilados? Más pronto que tarde lo sabré. (Mientras tanto me conforto con la anécdota de mi tío Rafaelito, el hijo menor de Don Miguel, al que cuando le preguntaron qué hacía estando ya jubilado contestaba: "Nada, ¡y no me da tiempo!")

El fin de semana de descanso es genial, por supuesto, pero su duración te permite abordarlo sin miedo al folio en blanco. Te mereces el no hacer nada, y estar tumbado en un sillón no te angustia. El problema es que en vacaciones te mueves en tu mismo entorno cotidiano, los olores son los mismos, lo primero que ves por la mañana -después de los ojos de tu pareja iluminando el mundo- es el mismo despertador de siempre sólo que esta vez sin el puntito verde que te indica que la alarma está activada. Si no te echa la cama ¿qué hacer esa larga mañana?, ¿animarte a salir a la calle a arrostrar esos 30 graditos de nada?. Sí, sí, puedes leer ese libro de mil páginas que tenías pendiente pero a la postre acabas viendo en la tele programas estúpidos y miras el reloj cada cinco minutos preguntándote si vale la pena iniciar esa nueva actividad que te habías prometido -aprender mecanografía, dar clases de guitarra o hacerte experto en sudokus-. La piscina está lejos y también te parece que abordar esa tarea de clasificar zaleos es estúpido en vacaciones puesto que en realidad puedes realizarla en el tiempo libre de los periodos laborales normales. Tic, tac, tic, tac, el tiempo pasa y la ansiedad aumenta. Al final, una tarde, te libra de la desazón el anuncio de un partido de fútbol de tu equipo, cosa rara en agosto. Algo que hacer sin que tengas tú que tomar la decisión. Los dioses son clementes.

Menos mal que soy persona de paz porque si no podría acabar como en Summer of Sam, la película de Spike Lee, donde el calor asfixiante colabora como un personaje más en la explosión de violencia popular; o incluso sentirme como Meursault arrastrado por ese sol que no se mueve, por aquella desidia de día que parecía haber echado el ancla y no avanzaba ("Il y avait déjà deux heures que la journée n'avançait plus, deux heures qu'elle avait jeté l'ancre dans un océan de métal bouillant"), extranjero, ajeno a todo, como si fuera otro el que apretase el gatillo contra el árabe y él solamente oyese los disparos.

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