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Jugar a ser dios
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Jugar a ser dios

Actualizado 28/08/2014
Abel Sánchez

Reconozco lo difícil que debe ser para cualquier ser humano ocupar un puesto que conlleve el ejercicio de un poder que en muchas ocasiones puede parecer absoluto; la sensación de superioridad, de estar por encima de la mayoría, aderezada por el continuo peloteo de los parásitos que aíslan al poderoso del resto de la gente y le hacen vivir en una burbuja de autocomplacencia, debe ser muy difícil de digerir. Es necesario tener una gran calidad humana para no creerse imprescindible, todopoderoso e inmortal.

El principal valor de la democracia es precisamente evitar la acumulación de poder, establecer como una soberanía la del pueblo y como única legitimidad la que emana de éste; esta democracia requiere que se cumpla un requisito básico, que es la radical igualdad de todos los seres humanos; y uno de los más importantes instrumentos que garantizan esta soberanía es la separación de poderes, que garantiza el contrapeso necesario para que nadie pueda arrogarse unos privilegios que

Pero cuando el sistema de poderes y contrapoderes no está equilibrado se producen disfunciones que se hacen cada vez mayores y llevan a secuestrar la voluntad general en beneficio de unos pocos. Lo peor es que estas disfunciones siempre se producen en el mismo punto del sistema, en el poder ejecutivo, que no es capaz de contener su tendencia a convertirse en el único poder. El poder legislativo es siempre un poder compartido, colectivo, y en democracias imperfectas como la nuestra es además un poder gregario, supeditado a las jerarquías de los partidos, por lo que difícilmente puede tener tentaciones de convertirse en un poder absoluto; los jueces en su función son investidos de un importante poder, pero saben que en todo momento sus decisiones están sometidas a otros órganos superiores, que además siempre son colegiados, y saben además que deben ceñirse a la norma, son meros interpretes de la ley, no sus creadores. Sin embargo, quien tiene en sus manos el poder ejecutivo impone sus decisiones sin un control real y efectivo, pocas veces tiene que rendir cuentas, su único contrapoder es el que deriva de su propio equilibrio emocional, de sus valores como individuo, de su humildad y su madurez.

Sin embargo, en numerosas ocasiones ocupan el poder personas que en su mezquindad confunden su propia voluntad con la voluntad del pueblo y acaban prescindiendo del pueblo. Por eso estamos rodeados del alcaldes incapaces de dialogar, de presidentes de diputaciones que actúan como sátrapas orientales comprando voluntades y actuando como caciques del siglo XIX, y con gobiernos que ni tan siquiera consideran que deban dar cuenta de sus actuaciones.

El riesgo para la democracia se acentúa cuando los demás poderes se inclinan ante el poder ejecutivo y aceptan un papel subsidiario; así, se va blindando un sistema en el que los gobernantes incumplen sus propios programas electorales sin dar explicaciones, en el que se domestica a los medios de comunicación, en el que se abusa de posibilidades como la del indulto, que no es más que una sumisión del poder judicial al poder ejecutivo (y que con todo descaro se utiliza en muchas ocasiones contra de los más elementales principios de justicia, para favorecer a colegas, compañeros de partido, policías que aplauden y jalean el delito o que han sido condenados por torturas, o banqueros corruptos), en el que los máximos órganos judiciales dependen de los gobiernos hasta en su nombramiento, en el que se impide cualquier forma de participación real, en el que la corrupción se generaliza.

Y así se va acabando con la democracia, se mantienen sus formas pero se traicionan sus principios; porque el poder mal ejercido lleva a quien lo ejerce a jugar a ser dios; pero la democracia no es cosa de dioses, es cosa de hombres y mujeres, y para que la humanidad sea libre su obligación es acabar con los dioses.

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