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El pintor y su ciudad: Tras las huellas de El Greco en Toledo
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El pintor y su ciudad: Tras las huellas de El Greco en Toledo

Actualizado 26/08/2014
Montserrat González

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Cuando El Greco murió en 1614 no dejó seguidores que continuaran su estilo y su obra cayó en una relativa oscuridad. Solamente conseguiría notoriedad cuando, siglos más tarde, artistas y críticos renovaron el interés en su particular modo de expresión. Su liberación del dictado de las formas, el uso de la luz y el color inspiraron a artistas como Cézanne, Picasso y Jackson Pollock, que comenzaron a fijarse en él y a tomarle como un moderno-viejo gran maestro. Sus poderosos colores, las formas alargadas y esas expresiones de éxtasis en las caras de sus protagonistas le apartaron de la tradición académica de su tiempo y, paradójicamente, le acercaron a tiempos modernos.

La originalidad de sus creaciones sigue fascinando hoy en día. Así lo atestigua el millón de visitantes que se han acercado a Toledo, a golpe de evento, para visitar la muestra con la que Toledo conmemora el cuatrocientos aniversario de su muerte: "El griego de Toledo". La exposición, alojada en el Museo de Santa Cruz, nos cuenta la historia de cómo el Greco se va convirtiendo en un artista alucinante, con un estilo y una técnica muy diferente a la de sus contemporáneos. Parece una auténtica odisea ver como un productor de pequeños iconos devocionales en su Creta natal pasa a producir gigantes altares para las iglesias españolas una vez que amplió sus horizontes en Venecia y Roma. Se le conoció en su tiempo por su gentilicio más que por su nombre. Fue "el Griego" para sus contemporáneos, aunque como dice José María Parreño, quizá sería más justo que le conociéramos por "el Toledano". No es frecuente que un artista se vincule a una ciudad de tal manera. La relación que el Greco mantuvo con Toledo fue, sin embargo, tremendamente sugerente. En este enclave castellano, en el que ganó la eternidad, realizó alguna de sus mejores obras. Al mismo tiempo, no deja de ser llamativo que el pintor que mejor supo reflejar la España triste y grandiosa del Siglo de Oro fuera un griego. Ningún pintor español de su tiempo se dejó seducir tanto por una ciudad. Solo se me ocurre un nombre más, el de Goya con Madrid.

La grandeza de El Greco es tal que pese a la aglomeración de visitantes, unos enganchados a su potente audioguía reveladora de toda la verdad, otros siguiendo las explicaciones de los guías en una maraña de luces azules producidas por los modernos bluetooths, aquellos otros intentando leer la información contenida en las cartelas a empujones y las constantes peticiones de silencio emitidas por unos cuidadores de sala totalmente desbordados ante el bullicio de espectadores (poco acostumbrados a la serenidad y sosiego que requiere la contemplación de las creaciones de Doménikos Theotokopoulos) pese a toda esta algarabía basta una simple mirada para captar la grandeza de un artista que ha entrado en contacto con el trabajo de los grandes maestros interiorizando sus enseñanzas. Allí están los ecos de los grandes maestros venecianos como Tiziano, Tintoretto o Jacopo Bassano que le permiten olvidar su entrenamiento como pintor bizantino para experimentar con la perspectiva y conseguir un uso mucho más natural del color y la luz. Ahí late el tratamiento de la figura humana recibido de sus contactos con la obra de Miguel Angel que tan profundo impacto causó en su obra. Su primitivo lenguaje bizantino se transforma en poderosas composiciones llenas de color de sus místicas visiones. Colores puros, luminosos, irreales con los que El Greco crea un nuevo lenguaje pictórico en Toledo, partiendo de lo aprendido en Italia. A media que el tiempo discurre, sus cuadros van haciéndose grandes, gigantes, además de en tamaño, en grandeza y en ambición.

Atrás queda esa pequeña delicia que es el Tríptico de Módena, cuyas escenas resumen la esencia de las obras pintadas en Italia y en el que ya se vislumbra su inconfundible personalidad.

Lejos de ser un excéntrico, el Greco se revela en esta exposición, como un pensador profundo, una artista en busca de un lenguaje visual a través del cual expresar su pensamiento religioso. Su método de trabajo, las mezclas de pigmentos, el uso de un aglutinante de gran pureza, así como su modo genial de aplicarlos hace que todas sus obras sean diferentes. Sin duda alguna, es el maestro del color. Pinta con transparencias, con capas de Gladis y veladuras, creando una traslucidez de la materia por la que profundizar en sus propuestas

Pero también es el maestro de la composición. Mediante la luz y la sombra modela las figuras y sus vestiduras, crea los diferentes planos de la escena. Sus figuras se alargan, llenas de energía, desmaterializadas, iluminadas por la gracia de Dios, por una luz que parece salir de su interior. El dominio de la perspectiva es igualmente prodigioso. En sus composiciones toledanas se consigue a través de la atmósfera y el espacio. Los personajes van llenando todo el lienzo, trabándose, solapándose unos en otros, como en esa maravillosa Adoración de los pastores del Museo del Prado, algunas figuras proyectándose hacia el exterior y otras dando profundidad a la escena. Esos maravillosos escorzos de serafines y querubines, ese acompañamiento angelical que crea una atmósfera totalmente irreal en casi todas sus composiciones.

Lo increíble de todo es que pese a la grandeza de sus composiciones no pierde el gusto por los pequeños detalles, esos "mini Grecos" que descubres por sorpresa cuando recorres visualmente sus creaciones, como las pequeñas naturalezas muertas alojadas en sus innumerables "Anunciaciones": un libro, un cestillo con labores de costura, un transparente jarrón con hermosas azucenas. Olorosas rosas y primorosos lirios, cuyos aromas contribuyen a la Ascensión de la Virgen. Esos toques de ternura, como los de San José protegiendo al Niño Jesús, o la mirada mezquina del cardenal Niño de Guevara combinada con la riqueza de telas y joyas. O los ojos negrísimos de La dama del armiño. O el extraordinario cielo que acoge a una ciudad casi fantasmagórica y fosfórica. La vivacidad del caballo de San Martín. O el elemento angelical de Vista y Plano de Toledo. Innumerables son los detalles de una excelente exposición como abundantes son los "Grecos" dentro de El Greco. Cada espectador debe descubrir los suyos. El Greco siempre sorprende.

La pintora neoyorkina Louisse Freshman al terminar aquellas sesiones que compartíamos con los estudiantes de FAU (Florida Atlantic University) en el Museo del Prado solía preguntarme "¿Qué cuadro te ha gustado más hoy?", el sábado pasado mi cuadro favorito fue San Pedro y San Pablo, sin duda alguna por su callado diálogo mantenido a través de las manos. Por el ligero brillo de las llaves de San Pedro, por la determinación con la que sujeta la espada San Pablo, porque en la visión de El Greco, ambos representan las dos columnas en las que se asienta el cristianismo.

Y sin ninguna duda, el gran descubrimiento: el San José, de la capilla de San José propiedad de los marqueses de Eslava, uno de los "espacios Greco" abiertos para la celebración de "El Greco 2014". Un innovador retablo central acoge uno de los más bellos lienzos de El Greco y ofrece la peculiaridad de poder observar una de sus creaciones en el mismo espacio para el que fue concebido. La bellísima Coronación de la Virgen culmina el portentoso retablo. Otros dos lienzos componían la decoración de esta capilla concebida como un oratorio privado con función funeraria: San Martín y el mendigo y la Virgen con el Niño, Santa Inés y Santa Martina, ambos lienzos propiedad de la National Gallery de Washington y que estuvieron de vuelta en Toledo para la exposición.

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