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Actualizado 19/07/2015
Marina del Valle Blanco

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Lo que hacía años le había parecido lo más relajante del mundo, ahora lo estaba amargando profundamente. Pero, aun así, no podía evitarlo. Tenía que salir a pasear por la playa cada día a la misma hora. Sabía que nada iba a mejorar si lo hacía, pero ya se había convertido en su costumbre diaria, a pesar de que aquello le fuese acortando la vida poco a poco.

A todos les decía: "Dice el médico que es bueno para la circulación." Pero la típica frase ya no convencía a nadie, ni siquiera al dichoso médico.

Sólo iba allí a recordar. Y no hay nada peor que recordar el pasado, digan lo que digan los psiquiatras. Desde hacía 10 años llevaba visitando aquella cala, los dos últimos sin más compañía que su foto en la cartera.

Ahora ya no le gustaba el mar, ni el sol, ni los niños correteando, ni la felicidad y despreocupación de la gente que estaba allí. Se sentía el hombre más desventurado de la Tierra.

*******

En cambio, a algunos cientos de kilómetros de allí, se encontraba el chico, quizá, más afortunado. Pasaba el verano en casa de sus abuelos, huyendo seguramente del ajetreo de la ciudad. Allí se entretenía cada tarde paseando por los caminos que su abuelo le enseñaba. De norte a sur se recorría aquella aldea en la que nada tenía que hacer, nada más que mirar, pensar y disfrutar de aquel fresco de la sierra que tanto le gustaba.

Del huerto al paseo, del paseo a la terraza, de la terraza a la cocina y así cada día. Parecerá demasiado monótono, pero no para él, de verdad que se sentía feliz, a pesar de muchos pesares.

Llevaba dos años yendo a ese lugar, lugar que se había convertido en su santuario desde el mismo momento en que lo conoció. A veces le extrañaba sentirse tan bien sabiendo lo lejos que tenía todo lo que rodeaba su vida cotidiana, esa vida que transcurre de septiembre a junio, y que quizá ya le estaba comenzando a aburrir, o a doler. La corta edad que tenía ya le había enseñado ciertas lecciones de esas que nadie quiere aprender. De todos modos, tan lejano ahora a donde estaban sus problemas, se alegraba de poder seguir aprendiendo todo tipo de lecciones:

-"Con una manzana al día, del médico te librarías"-sentenciaba su abuelo siempre después de comer.

-Pero, abuelo, ¡si yo nunca voy al médico! Déjame que me beba hoy una Cocacola.

-Tú verás, pero don Antonio, que en paz descanse, siempre decía eso, y don Antonio era el médico? algo debía de saber?

Con esas conversaciones tan dispares había aprendido a adorar a sus abuelos en muy poco tiempo, a veces, arrepintiéndose de no haberlos conocido antes.

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Al otro lado del país, semanas después, seguía aquel hombre. Ahora con la foto entre las manos, no tan desgastada por los años sino por la cantidad de veces que le había servido de pañuelo, pero no, desgraciadamente, de consuelo.

Cada noche volvía a casa con el dobladillo de los pantalones mojado, no tenía cuidado del agua, le daba todo igual.

*******

El otoño estaba ya cerca y el joven también estaba más cerca de volver a casa, algo que no le emocionaba, pero las cosas tenían que ser así. Empezó a preparar la maleta. No tenía mucho con lo que llenarla, en el pueblo prácticamente no necesitaba nada. Metió sus chándales y sus deportivas, se acercó a la cabecera de la cama y recogió algo que siempre llevaba consigo, lo guardó en el bolsillo y se dirigió hacia la estación del tren.

Sus abuelos lo acompañaron entre alguna lágrima que otra y esperando que regresara tan pronto como pudiera.

Ya en el tren empezaba a sentirse no tan bien como hacía pocas horas antes, pero, al menos, sabía que alguien le esperaría a la vuelta, y eso lo reconfortaba.

Al llegar a la estación no vio a nadie, recogió sus maletas y se puso a buscar un taxi.

No le hizo falta, en la acera de enfrente lo saludaba un hombre, llevaba los pantalones mojados. Después de los abrazos, el hombre mayor le preguntó:

-¿La llevas ahí contigo?

Y sin decir nada, sacaron ambos algo de sus bolsillos. Era la misma foto:

-Mamá me daría una colleja si no la llevara conmigo.

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