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Semana Santa republicana
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Semana Santa republicana

Actualizado 16/04/2014
Abel Sánchez

En ocasiones, como ha ocurrido este año, el carácter móvil de la celebración de la Semana Santa hace que coincida con el aniversario de la proclamación de la II República, que sí que tiene una fecha fija, el 14 de abril.

Cuando así sucede se ponen de manifiesto dos formas totalmente opuestas de concebir la vida, al ser humano y a la sociedad. Es evidente, y no pienso discutirlo, que a la vista de la participación ciudadana en cada una de ellas, la celebración de la Semana Santa cuenta con un respaldo muy superior, al menos en la sociedad salmantina; asumo sin reparo y sin acritud mi condición minoritaria.

Puede que el raro sea yo (aunque siempre queda el consuelo de saber que hay otras personas que opinan de forma parecida), pero no consigo que la Semana Santa y lo que representa pueda llegar a conmoverme o a transmitirme algo positivo. Ni en la adolescencia, cuando buscaba como todos respuestas a mis dudas existenciales, pude compartir un sentimiento religioso fundamentado en el dolor, en el sufrimiento como espectáculo e incluso como regodeo; el sentimiento de pecado, la humillación, el castigo, no pueden ser los sentimientos que guíen a la humanidad, ni de la oscuridad puede surgir la luz. Las grandes religiones parten de una concepción negativa del ser humano, no confían en él, le conminan a aceptar unos valores y unos comportamientos no porque sean positivos sino porque si no lo hace será castigado. Y la Semana Santa supone la exaltación de este sentido turbio, terrible, negativo de la vida.

Aunque el laicismo, o si se quiere el ateísmo, quiere ser presentado siempre de forma negativa, como algo propio de personas sin valores porque carecen de una guía religiosa, la realidad es justo la contraria. Quien no tiene que recurrir a un dios justiciero busca lo positivo del ser humano, cree en la bondad del ser humano, en su capacidad de construir un mundo justo, y por eso quiere construir una sociedad justa; concibe la felicidad como un derecho, no se resigna a la desgracia "porque la ha querido Dios". Y además, esa felicidad y esa sociedad justa deben conseguirse en este mundo, porque es el único que tenemos; no cabe la resignación, la asunción de la vida como el valle de lágrimas que debemos soportar con la difusa esperanza de otra vida después de la muerte.

Pero frente al fanatismo religioso (que se construye desde la negación del otro, del distinto, del hereje), el laicismo, el sentido republicano de la vida, no es excluyente, no exige la adhesión a un forma de pensar o de sentir.

El estado laico no es el que busca eliminar el sentimiento religioso, sino el que pretende organizar la sociedad y las relaciones entre los ciudadanos y las ciudadanas con criterios de igualdad y de razonabilidad, manteniendo la vivencia religiosa en el ámbito privado de las personas.

Por eso soy republicano, por eso quiero un estado laico, por eso respeto el sentimiento y la vivencia religiosa pero exijo como ciudadano que no inunde el ámbito de lo público.

Es inadmisible que en un estado cuya Constitución define como laico sigamos manteniendo formas y comportamientos de sumisión a una determinada idea religiosa; es extraño que veamos con normalidad como la Plaza Mayor de todos y todas (y no solo de los seguidores de la Iglesia Católica) se adorna con los emblemas de las cofradías, y mucho más estos emblemas se instalen en el Ayuntamiento; es incomprensible que las autoridades civiles (votadas por el conjunto de la ciudadanía, y por lo tanto representantes de toda ella) participen en actos religiosos como tales autoridades (evidentemente nada tengo en contra de que lo hagan personalmente, como creyentes si lo son); es insultante que el alcalde de una ciudad se ponga de rodillas ante una imagen religiosa y le ofrezca sumisión en nombre de la ciudad.

Separemos de una vez la cosas: la religión para la práctica de sus creyentes, la ciudad y el estado para todos y todas en pie de igualdad.

Curiosamente, es el propio Evangelio el que reclama esta actuación cuando se pone en boca de Jesús la expresión "A Dios de lo que es de Dios y al césar lo que es del césar". O como más claramente se lo expuso Julio Anguita, cuando era alcalde de Córdoba, al obispo de la diócesis: "Recuerde usted que yo soy su alcalde, pero usted no es mi obispo".

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