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Actualizado 21/05/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Hay días que parecen años y semanas que parecen siglos. Horas en que uno nada tiene que decir. Puede hablar perfectamente, y escribir con cierto orden, pero entra en bucle y no sale de ese inerte círculo vicioso que no le permite apartarse de la casilla de salida.

Llenar de argumentos sensatos una pantalla en blanco siempre ha sido un atrevimiento. Tentación en la que se dejaba caer con frecuencia, apoyado en unos cómodos algodones, que eran supuestos, virtuales, pero que cumplían su perfecto papel de espejismo y eran esa palanca que nos permite creer que estamos moviendo el mundo, o siendo realistas, nuestra pequeña parcela de mundo.

Perdido el apoyo, la maquinaria entera oscila, y aunque tiene la maldita sensación de caer por la pendiente, en realidad no se mueve. Allí está, ni siquiera como un vegetal, porque ni crece, ni puede decirse que se pudra por exceso de riego. No hay exceso de nada. Pura estabilidad exánime. Aridez completa, como en el más seco de los desiertos australes

El caso es que alrededor la vida sigue; por tanto, es inevitable seguir como espectador de algo más que de la nada, de la cotidiana frecuencia de lo temporal, que de vez en cuando ofrece alguna sorpresa, alguna novedad, aunque sea leve. Y en ello entra en juego el subjetivismo.

Para unos tendrá valor que el rosal de la terraza, ese que ha estado reseco todo el invierno, y que parecía muerto, da muestras de que le queda savia interna y pretende sacar hojas contra lo que queda de invierno, ese invierno eterno e intemporal que nos acecha, aunque a días nos engañe pareciendo que va a dejar paso a la invisible primavera.

Para otros el jardín, esa miniatura en la que alguien se entretiene jugando a que existe la vida, no tiene valor ninguno. Como si el rosal se llena de flores. Eso no sería ni anécdota digna de una mención pasajera, porque lo normal es que los rosales den rosas y que a los días lluviosos sucedan los días soleados.

Las dimensiones de las novedades son relativas, como casi todo. Y también lo son las reacciones que quienes las observan, algunos con atención de botánico, y otros como quien oye llover: si no hay tormenta e inundación no hay razón para inmutarse. No hay aspaviento que valga y todo lo que se diga va a ser poco para anunciar que las pequeñeces valen la pena.

Incluso, hay ciertos momentos en que a alguno le da lo mismo si se han encharcado los campos o si la tierra se deshace a terrones por la sequía persistente. No hay realidades que traspasen esa mampara invisible que a veces le rodea y hace que los días parezcan años y las semanas parezcan siglos.

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