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El vino de mi pueblo nos cuenta su vida
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EUTIMIO CUESTA

El vino de mi pueblo nos cuenta su vida

Actualizado 21/03/2018
Redacción

El vino fino siempre se bebió en copa, acompañado de la aceituna de manzanilla; en cambio, yo, como chispeante vino macoterano, del que ya se me hablaba en los papeles del siglo XV, preferí la jarra de barro, el barril de boca estrecha y me dejaba acompañar, en todo momento, del cacahuete, de la castaña pilonga y del pimiento morrón o de cuerno cabra.
Un catador avispado me definió así: "El vino macoterano es clarete, delgado, chispeante, con buen gallo, y una aguja que le hacía parecer espumoso, cualidades que le hacían exquisito y apetitoso".
Tanto el vino bueno y de solera, como el caldo poco competitivo de nuestras bodegas, como me sucedió a mí, tenemos un denominador común: ser testigos callados de grandes y lamentables acontecimientos, de presidir bodas y fiestas, de curar timideces ante el despertar del amor, de provocar broncas y de contribuir a derramar sangres calientes. El bien y el mal de los hombres fue y es regado por el vino y, por consiguiente, fui y soy responsable impenitente de bienes y males. Y, como soy tan imprescindible para los hombres del mundo y, en este caso, para los vecinos de este pueblo, me han seguido los pasos a través de la historia y me han encontrado en los legajos de inicios del siglo XV, convertido en señor noble e importante dentro de los elementos que constituían la economía de los antepasados.
Hoy apenas se ve una viña por estos pagos. Las pocas, que se observan en lontananza, están ahí, esperando a que se consuma mi vida, como si fuese algo molesto, que impide otras situaciones más favorables; pero sigo ahí, resistiendo, como si fuera la ruina de otro pasado tan próspero, y me fuerzo al máximo, por que no se me olvide.
Antiguamente, este término, en casi su tercera parte, era ocupado por viñedos. Gentes de Alba, alfoz al que pertenecía Macotera, venían aquí a comprarme a mí, guarecido en sus cubas. Y no hablo por hablar, porque existen documentos que así lo certifican. El 1 de noviembre de 1498, el albense, Rodrigo Bernaldino, compró en Macotera 350 cántaros de mí; el día 6 del mismo mes, Juan Brochero, regidor de Alba, se ll

evó de una bodega 40 cántaros; el día 9, el escribano, Cristóbal Fernández, adquirió 320 cántaros, que correspondían a los 560 de los diezmos del común de este lugar; igual hizo Antón Celador, que se llevó treinta garrafas de cántaro.

Hasta que no me consumían Alba y su tierra, no se autorizaba meter vino foráneo. (El fuero protegía todos los productos propios hasta su consumo). Esta permisión se concedía durante los meses de septiembre, octubre y hasta san Martín, en noviembre, fecha en la que se consideraba que yo ya estaba hecho un mozo, y podía aduenarme de la jarra en la comida. Durante ese período, se importaba vino de otros lugares: el tinto y retinto se adquiría en Miranda del Castañar, y los blancos se compraban en la zona de Madrigal de las Altas Torres; también se autorizaba introducir tinto de la sierra, en época de acotamiento, para aderezarme, en una proporción del 1/10, si me encontraba un poco más débil.
El control era riguroso. A pesar de esta prohibición, se abría la mano en algunos casos muy concretos, como bodas, fiestas y mayordomías; a los regidores, se les permitía adquirir, fuera de su tierra tres cántaros al mes, pero sólo para su consumo. Se realizaban mil pesquisas. De esta misión, se encargaban los corredores que cumplían una triple función: comprar vinos para Alba y sus aldeas ? trabajo por el que percibían diez maravedís por cuba -, supervisar las transacciones y observar si se cumplían las medidas dictadas por el concejo. La política proteccionista era tan estricta que, si un forastero visitaba la villa o una aldea y pretendía alojarse en la posada portando vino, incluso "para su beber", si era descubierto, se imponían penas a los posaderos que les aceptabann en esas condiciones.
No cabe duda de que Macotera, tuvo en mí una buena fuente de ingresos, hasta que la filoxera y el tractor impusieron su ley; y tuve que retirarme a vivir de la añoranza, de los recuerdos y de mis fechorías, como aquella de la víspera de san Roque, en que revolqué al torero, Vicente Pastor, el Niño de la Blusa, que estuvo convaleciente los tres días de fiesta en cama.
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