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Para romper la noche
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Para romper la noche

Actualizado 02/03/2018
Catalina García García-Herreros

Para romper la noche | Imagen 1

Su casa está en el quinto piso de un edificio azul. Esa tarde la niña debería estar haciendo sus deberes pero se ha distraído mirando la planta que crece. Allí, sobre la capa de algodón empapado en la embocadura del frasco en donde hace apenas dos semanas dejó puesta una alubia de color rojo intenso. No puede comprender cómo aquella bolita dura se ha convertido en un montón de raíces que atraviesan, con tenacidad, la superficie del algodón para nadar en el agua, sedientas. No puede comprender cómo aquella bolita roja se ha abierto en dos para dejar salir de su vientre una rama verde y erguida, una plantita de tallo fino que se estira como un brazo que bosteza. Le habla a su planta, ese milagro, y le dice yo te voy a cuidar. Justo en ese momento llaman desde la portería para urgirla a que baje de inmediato, pues otra vez hay amenaza de bomba. Cuanto antes, dice la voz del portero, y la niña se pone a llorar, no entiende, pero sí entiende, es la tercera vez que pasa y ya sabe lo que tiene que hacer. Va corriendo hasta la habitación de su hermanita, la toma de la mano, espera a que la niñera se ponga los zapatos y las tres corren escaleras abajo entre el río de gritos que rueda por la fuerza del pánico. Abajo todos se abrazan y esperan, resguardados. La niña sabe que hay una guerra. La niña sabe que caen bombas y recuerda la planta a la que prometió cuidar, hace cálculos mentales, piensa en las posibilidades que tiene de intentar salvarla. Dos horas más tarde les dan permiso para regresar a casa. Entonces la niña se abraza con fuerza a la falda de su madre que acaba de llegar desesperada, saltando vallas, ignorando pasos cerrados. Esa noche, después de cenar, la niña decide ponerle un nombre a su planta y le pregunta a su madre si puede llevar a Mañana a dormir en su habitación. ¿Mañana?, dice la madre. Es la alubia del algodón, mamá, ahora tiene raíces y hojas, y no quiere que vuelvan los señores de las bombas cuando estemos dormidos. Mañana veremos a Mañana, piensa la niña, aferrándose, mientras escucha ese ruidito pequeño que produce la garganta de su madre cuando hace lo posible para que no la oigan llorar. La hermanita dice, en la oscuridad, que tiene mucho miedo. (Colombia, 1988).

Su casa está en la tercera planta de un edificio color humo. Hace cuatro días que no puede saludar a su muñeca preferida porque la alarma los tomó a todos por sorpresa y su madre no la dejó regresar para buscarla. A ella no le gusta tener que salir tan rápido, tener frío, no poder ducharse. Del búnker solo le gusta que estén también sus amigas y no tener que ir, en esos días, al colegio. Pueden despertarse y empezar a jugar desde el amanecer hasta el anochecer, aunque es un poco incómodo y a veces tienen hambre. Comen sardinas y tienen mucha sed, pero allí están a salvo. Las madres están preocupadas porque no saben cuáles muros seguirán en pie cuando puedan regresar a la superficie y, entonces, se sientan en círculo para apuntar en un cuaderno aquellos objetos queridos de toda la vida que, justo en este momento, habrán quedado convertidos en escombros. Algunas de ellas todavía saben llorar. En otras el terror se ha vuelto un pedazo de roca que endurece las lágrimas antes de formarse, un surco de rabia contenida en el ceño profundo. Saben que han visto de cerca la mueca del horror. A la niña no le gusta esa guerra, hace poco que ha aprendido la palabra injusto. El fuego les llueve por encima, el bramido, el temblor, la ceniza, y ella no entiende por qué la vida es solo esa huida, quién, por qué quieren tumbarles su casa, y se promete a sí misma que la próxima vez se amarrará la muñeca al brazo. Así no tendrá que dejarla cuando necesiten volver a ocultarse. (Sarajevo, Bosnia, 1993).

Su casa tiene las paredes blancas y está en las afueras de una ciudad que tuvo flores. Un día, el ruido de los aviones es todo el aviso que tienen para empezar a correr, de los aviones caen cosas que explotan, que duelen, que lo dejan todo revuelto de polvo. A ella le pican los ojos, sale corriendo detrás de la gente, sale corriendo pero no puede ver, el aire es solo ceniza. Con los puños tensos resiste los gritos, presiona los párpados y viene a su mente la palabra pesadilla, pasado mañana cumplirá catorce años. Le ha tocado vivir en una ciudad bombardeada y la ciudad desaparece delante de ella, en un dos por tres, devorada por las fauces de un dragón enceguecido. Media hora después, camina sobre ruinas, en fila silenciosa, junto a muchos otros a quienes no conoce. Todos lo han perdido todo. Y entonces ella dice, en casi un murmullo, rota, dice que todos la hemos abandonado, todos excepto dios. (Guta, Siria, 2018).

Recibo tu voz y tu imagen en un vídeo distribuido a través de las redes y busco, después, el nombre de tu ciudad en el mapa. Guta. Cuento los kilómetros que nos separan.

Aquí llueven copos y todo es silencio, aquí hay esa belleza quieta del hielo cuando barre las esquinas ablandando el mundo, aquí el paisaje tiene la textura de un sueño.

¿Qué te puedo decir, cómo puedo jugar con la nieve si tú estás allí, bañada en miedo? ¿Cómo te llamas? ¿Cómo puedo contar que, desde que vi tu rostro en el vídeo diciendo que tienes hambre pues no ha habido tregua, pienso en ti cada noche antes de dormirme, querida niña siria en mitad de una guerra sin brújulas, y me pregunto qué azar te ha puesto en la raíz de lo oscuro? El horror, ese hueso que arraiga en mitad del abismo, esa venda que amordaza la esperanza. El horror, esa sospecha del mal la fisura temible, un leviatán ese monstruo la guerra, sus fauces.

¿Cómo te llamas? Tres casas, tres tiempos, tres niñas, tres guerras distintas, la misma sinrazón, el mismo miedo pesando en la sangre, la misma pregunta inservible, cómo, querida niña, cómo y para qué escribir después de Auschwitz, después de Hiroshima, después de Sarajevo, después de Siria, ¿cómo? Me ahoga la certeza de no saber cómo ayudarte y escribo en una lengua que no entiendes porque es la única manera en la que puedo acompañarte. Escribo porque en mitad de una tarde de nieve he escuchado tu grito. Y he aullado contigo deseando que llegues a ser grande y lo escribas un día para que nadie olvide lo que no debería repetirse ni otra vez ni de nuevo. Escribo deseando que tú también escribas para romper esta noche larguísima. Y para soportar lo insoportable.

(Salamanca, 2 de marzo de 2018)

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