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Obsexión
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Obsexión

Actualizado 19/02/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Como buen ingenuo que soy, siempre me ha llamado la atención la importancia que los moralistas eclesiásticos han dado a los asuntos de la parte de los bajos, con frecuencia tratados como si no hubiera otros ámbitos más importantes a los que aplicar el cedazo que permita distinguir entre lo bueno y lo malo. Y hablo de la zona de los bajos sabiendo que la gobierna un órgano de mucho más arriba, que es el sexualmente importante: el cerebro.

Van a tener razón aquellos que señalan el morbo de una prohibición como un señuelo que atrae a los más pétreos resistentes. Y conductas vedadas en este sentido las hay tipificadas desde hace siglos en textos fundamentales que servían de guías para aplicar ni más ni menos que el sacramento de la confesión.

Es obvia la conducta hipócrita, bastante aireada en los últimos tiempos, por la que algunos mientras defienden a machamartillo la santidad del cuerpo y la bondad de la abstinencia, se han dedicado a abusar de su superioridad y de infringir las más elementales reglas de respeto a la dignidad humana.

No soy muy original tampoco yo, ni siquiera en haber sufrido intentos poco agradables: primero durante mi primera juventud y luego ya siendo veinteañero. En ambos casos me escabullí como mejor pude, y la cuestión no pasó a mayores, aunque el susto no me lo he quitado aún del todo.

En el primero de los sucesos un sujeto no dedicado a la vida consagrada, pero cotidiano asistente a las actividades de la parroquia, quiso tocar lo que nadie le había pedido, aprovechando un despiste mío. Con alejarme, y decepcionarme, tuve bastante esa vez. Peor lo pasé cuando en una catedral italiana un joven sacerdote quiso enseñarme la cripta y, una vez allí me empezó a hacer comentarios que no venían a cuento, y que dispararon mis alarmas: mentí para salir deprisa y dejé colgado a ese impostor.

Como decía, ninguna gravedad concedo a esas acciones concretas, que tal vez no pasaban de ligoteo torpe. Tuve la fortuna de educarme en una familia tolerante y bastante liberal, que me enseñó a relativizar estas cosas, aunque me resultaron ambas tan incómodas que las tenía escondidas en el desván de la mente.

Pero en absoluto defiendo los abusos sexuales ni en la Iglesia ni en ningún otro lado, y tampoco los encubrimientos que, a veces tratando de optar por el mal menor, no hicieron más que aumentar el daño.

Vuelvo a la mayor. Desde hace siglos el orbe católico tiene un problema serio con la sexualidad. Y no estoy hablando sólo de los abusos sexuales y violaciones, que serían la cúspide de la infamia. Estamos en el siglo XXI y sin pretender banalizar nada, me parece que ya va siendo hora de que las autoridades competentes se enfrenten con normalidad, misericordia y mansedumbre a esa parte del ser humano que, sin ser ni mucho menos la central, constituye un valioso fragmento de su esencia.

Tal vez de esta manera iríamos evitando algunas situaciones repugnantes que nada tienen que ver con el verdadero mensaje cristiano.

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