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Sin perdón para los malvados...
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Sin perdón para los malvados...

Actualizado 06/12/2017
Miguel Mayoral

Nuestro país mal que nos pese está patas arriba. Hablando en plata parece que no hay nada, incluso a nivel local y de las comunidades, que no vaya a su bola, mientras el gobierno del Estado va por otro lado haciendo genuflexiones, y dando cabezazos,&nbs

Una de las más sutiles pero letales formas de utilización política de la filosofía o las ideas y la historia reside precisamente en la supresión de éstas. Desaparecidos o deformados los puntos de referencia filosóficos, ideológicos e históricos de los ciudadanos, éstos se someten con mayor facilidad a la manipulación y son menos libres. Como diría un castizo por falta de memoria. Esto por desgracia sigue ocurriendo aquí, y en todas partes del planeta. Un problema más gordo tapa a otro problema, y si hace falta lo creamos. La eterna huída hacia adelante.

Hay una frase antológica que resume todo esto: "Las personas inteligentes hablan de ideas, las menos inteligentes se refieren a hechos, y solamente las personas poco cultivadas hablan de personas". Si trasladamos el sentido de esta frase a la vida política y social, podríamos cerrar el libro porque quedaría inmediatamente vacío de contenido. En España las personas son el problema, en el noventa por ciento de los casos, no solamente por afirmación personal de los que dominan el poder, o aspiran a él, sino por el común de los ciudadanos, que antes de mostrar su opinión o preferencias por ideas, programas, problemas puntuales o soluciones, prefieren mostrarse a favor o en contra de ésta o tal persona, política o no.

Está claro que una idea, sin una persona líder y muchas otras a su alrededor que la difundan y la impongan a grupos de personas que lleguen a ser mayoría, sirve para poco. La personificación ahorra muchas discusiones sobre ideas y conceptos, que seguramente nadie sabría defender. Así que mostrándose partidario o no de Don Tal resolvemos nuestras opciones ante la realidad. El riesgo está en que Don Tal sepa dar la talla y éste a la altura de las circunstancias, o sea un listillo capaz de encandilar a la mayoría, sin tener un valor personal auténtico, un propósito decidido de servicio a las ideas que defiende, y su realización práctica de forma inteligente y ponderada, respetando las opciones minoritarias y los demás valores que en un sociedad se dan.

Los procedimientos judiciales actuales sobre algunos políticos, etc. más allá de las circunstancias de cada caso, y de su presunta culpabilidad, nos debe hacer reflexionar sobre el precio económico y social que pagan aquellos países donde el lucro o la codicia y el poder, aliados con una supuesta ideología diferenciadora, se convierten en los únicos referentes morales, siendo éstos el criterio de diferenciación entre la buena o la mala praxis humana.

Cuando una sociedad hace de la codicia de bienes materiales o de poder, al igual que una idea diferenciadora de los individuos y el territorio, el principal motor de la acción ciudadana es inevitable que, tarde o temprano, se produzcan situaciones como las que se han venido dando. De la ausencia de un criterio moral superior a nuestras propias conveniencias individuales se derivan una serie de consecuencias que nos afectan a todos. Si han existido y existen canallas y escándalos ha sido precisamente porque el país no dispone de los anticuerpos éticos colectivos, y de falta de conciencia de unidad, para que se reaccionase a tiempo ante determinados estilos de actuación.

Se necesita una gran dosis de candidez para creer que el secesionismo actual ha sido sólo obra y gracia de unos pocos individuos en la periferia. Entre otras cosas porque hemos tenido ocasión de ir descubriendo en estos años cuáles han sido los efectos de la ética de la codicia y del poder en algunas autonomías y en el gobierno del estado. No es casual tampoco que nuestro país haya tardado tanto en reaccionar frente a la acumulación de escándalos en materia de ética, y de corrupción, importantes aunque minoritarios en relación con el conjunto de personas que se dedican a la política.

Es verdad que escándalos existen en todos los países democráticos occidentales, pero en éstos la sociedad reacciona con mayor agilidad, y los propios políticos asumen unas obligaciones éticas que van más allá de las derivadas de los ordenamientos jurídicos positivos. Dimiten y no perduran en su impostura. Hay que reconstruir una ética civil de mínimos, capaz de evitar el vacío que ha dejado tras de sí el presunto derrumbamiento de los sistemas morales tradicionales. No habría que llegar a la actuación por parte de la justicia. El intento sería meritorio.

Somos hijos de nuestro tiempo. Un tiempo en el que nos hemos liberado o nos han querido liberar de los fundamentos tradicionales de la moral y del amor a la patria, sin haber sido capaces de crear un nexo que funda las voluntades de los ciudadanos en un objetivo común. Por eso la crisis moral y de país generada, por el falso progresismo, el laicismo, el secesionismo sectario, etc., es una buena ocasión para que todos reflexionemos sobre la necesidad de alimentar permanentemente el fundamento moral de nuestra democracia; para evitar que en el futuro, los errores inevitables de las ideas, y obras, de ciertos individuos puedan ser ejecutados de forma impune, sin cuestionarlos, como beneficiosas para la comunidad. Esta es la gran tarea o nueva andadura colectiva en la que todos tenemos que aportar nuestro esfuerzo personal, porque en ella se juega, más allá de unos logros materiales, la misma posibilidad de que nuestra sociedad sea una comunidad y una nación, sin perdón para los malvados.

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