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El color del tiempo
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El color del tiempo

Actualizado 16/08/2017
Manuel Alcántara

Dos filas de plátanos desnudos enmarcan las aceras de una calle cuya final no se divisa. Parte de la ciudad vieja y se adentra en los territorios de expansión que una vez fueron arrabales y después intentaron dibujar una modernidad desarrollista. Las casas de una altura, de techos altos y ventanales grandes cerrados con contraventanas de madera y alternando en su cromatismo, dan paso, intercalados, a edificios feos de varios pisos con balcones deslucidos. El aire es melancólico y la luz está perfilada con tonos mate. Da igual el día de la semana que sea, quizá también la estación del año, la ausencia de bullicio es permanente. Cuando camino azotado por el viento que sube del río o, alguna tarde, mojado por la llovizna del invierno austral pierdo el sentido de donde estoy. Pareciera que esa falta, sin embargo, fuera una indicación de una existencia arraigada en un lugar concreto en que siempre estuve, como si nunca hubiera dejado de vivir allí, de andar por esos barrios, de quedar empapado por una nostalgia infinita. Algo que choca con la evidencia de quien siempre está de paso, como tantas otras ocasiones.

Asido a una idea de la vida, al igual que se prende la mano querida, contemplo el paso del tiempo que va de la primera vez a la siguiente y de aquella a esta. Configuro relatos que en ocasiones escribo y en otras son meros recuerdos desvaídos que hilan una historia que busca ser coherente dominada por el afán de dejar huella. Por eso no ceso en preguntarme no tanto por el sentido de las cosas sino por cuestiones más intrascendentes que provoquen al menos una sonrisa cómplice en la persona lectora. El color es una de ellas. Al igual que diferencia las casas desvencijadas que dejo al costado, es una invitación a referirlo a otras instancias. Si ellas están pintadas de marrón, o de amarillo, quizá de azul marino o de color púrpura, a veces ocre, otras gris, raras veces de blanco, ¿por qué no buscarlo en todas partes? Mi esfuerzo resulta pronto vano so pena de no ser un farsante. ¿No son el agua o el aire, por definición, incoloros? Porque, si dejaran de serlo o bien estarían mostrando la evidencia de un estado tóxico o serían una pura fantasía que desaparecería en un breve lapso.

No obstante, en Montevideo descubro que es factible algo que el sentido común rechaza poder ser objeto de cualquier color. El tiempo es una de las grandes abstracciones que todo el mundo maneja que, sin embargo, ingenuamente, se aprehende con diferentes mediciones desde los albores de la humanidad. Son muchos otros los adjetivos y los adverbios que lo acompañan. Pero yo, en esta ciudad, sé que hay un color del tiempo, indefinido, difícil de precisar, que emana de una sutil mixtura entre el pasado, sus gentes, sus calles y casas, el influjo del río y la propia forma en que pasa de tarde en tarde, cada pulso vital.

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