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Actualizado 08/07/2017
Ángel González Quesada

Brillando con luz (im)propia en el frío texto periodístico que da noticia de la muerte por ahogamiento en el Mediterráneo, el pasado 4 de julio, de cuarenta y nueve personas procedentes de Gambia, Guinea y Mali, tres frases golpean la conciencia y los ojos del corazón de cualquier sensibilidad humana incapaz de acostumbrarse a la molicie moral de la indiferencia: los barcos mercantes y comerciales que transitan por la zona, apagan los sistemas de radio y detección de avisos de emergencia, para no escuchar las llamadas de socorro de las patrullas de vigilancia, y no tener que acudir al salvamento de posibles náufragos. Al parecer, este incalificable comportamiento de infinita insolidaridad es moneda de uso corriente en muchos barcos desde hace años.

Posiblemente hoy estuviesen vivas esas cuarenta y nueve personas, o al menos algunas más que los tres únicos supervivientes localizados por un helicóptero mientras, con graves síntomas de hipotermia, luchaban casi exhaustos contra olas de tres metros, si los buques comerciales que surcaron esas aguas hubiesen dejado conectados los sistemas de aviso y hubiesen podido auxiliar a los cincuenta y dos ocupantes de la raquítica embarcación antes de partirse en dos en la atroz soledad salada de la noche. Posiblemente cuarenta y nueve personas, seguramente más dignas, ciertamente más respetables y sin duda más atendibles que la que dio la orden de apagar la radio del barco o la que pulsó el off del sistema de aviso, hoy formasen parte de esta Humanidad que, aunque ya ni merezca el nombre, habría al menos mostrado que no todo estaba perdido. Pero no. Todo está perdido.

La fría contabilidad de los ahogados africanos en el Mediterráneo habla de números, cifras heladas y guarismos que no reflejan, ni siquiera se acercan a nombrar los miles de proyectos, bosques en la cabeza, ilusiones, angustias, dibujos del futuro, promesas, esperas, cartas de amor, planes, lágrimas, palabras, lealtades y miedos que habitaban los deseos de porvenir de cada mujer, cada niño y cada hombre que, aferrados a una esperanza apenas luz mas brillante en el reflejo de las olas que los devorarían, dejaron la casa y su lugar para intentar sentirse personas y no sobras, individuos y no detritus, ciudadanos y no problemas añadidos, respetables y no efectos secundarios... y mucho menos eco inexistente de radios apagadas en un mundo tan vil como parece.

Miles y miles de almas y de afanes (dos mil sólo en lo que va de año), de cuerpos comidos más que por el salitre por la venenosa saliva del desinterés, duermen hoy en el fondo de ese Mare Nostrum de nuestra vergüenza, no sólo por causa de la injusticia que genera la desatención institucionalizada, la vagancia mental de la gentuza y el insulto permanente que supone para millones de hambrientos y necesitados una forma de vida asquerosamente desigual y hasta quejumbrosa de los gordos corbatones de Occidente y sus palmeros, sino por lo que parecen pequeños detalles (sin embargo tan grandes como el Universo), que de puro sangrantes atraviesan la vida y nunca ya pueden olvidarse, como esa acción incalificable de supurante egoísmo, espesa inhumanidad y mala sangre, que significa la salvaje decisión de apagar los sistemas de aviso para que nada altere la calma de la sesteante navegación o nada desafine en el baile de gala en la pista central del crucero, y no tener que auxiliar a quien lo necesita. ni molestarse en mirarlo. Ni saber que existe. Habrá sucedido mil veces más, pero en este día, cuarenta y nueve pares de ojos deberían impedir ya por siempre el sueño y la calma a unos cuantos verdugos. Unos cuantos asesinos.

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