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El reloj de la torre de mi pueblo mandaba más que el alcalde
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El reloj de la torre de mi pueblo mandaba más que el alcalde

Actualizado 26/05/2017
Eutimio Cuesta

El reloj de la torre de mi pueblo mandaba más que el alcalde,

y se paró a las dos menos veinte.

El reloj de la torre de mi pueblo mandaba más que el alcalde | Imagen 1

Me decía un curioso que el reloj de la torre parece ser el ojo izquierdo de la torre, yo le dije que no exagerara tanto, pues el reloj de la torre estaba demasiado pegado a la cresta del tejado para ser un ojo; que aquello era un reloj puesto adrede para ordenar y decir a la gente lo que tenía que hacer en cada instante: cuando tenía que levantarse y acostarse; cuando tenía que echar el ganado y encender la lumbre; cuando había que uncir la yunta o cargar la saca de lana para ir al río; cuando se tenía que rezar y alzar la gorra para el ángelus; cuando tenían que ir los niños a la escuela o a la catequesis; echar la partida de cartas y cuando se debía ir a ver a la novia?Vamos que el reloj marcaba los tiempos de la vida toda del pueblo. Y todos éramos fieles y sumisos al reloj, porque el reloj siempre llevaba la razón. El reloj mandaba mucho más que el alcalde y el cura, porque era el administrador del tiempo y, sobre el tiempo, no mandaba nadie más que el reloj y sus destinos. El era como la fe, la luz que guía nuestras almas y nuestras tareas diarias. El sereno, cuando cantaba la hora, era el fiel escudero del reloj.

Hoy también existe un reloj en la espadaña del consistorio, pero este artilugio no tiene ni mucho menos la autoridad, que tuvo el que hoy permanece empañado por el óxido del tiempo en la torre; ese reloj, el senador del pueblo, ha quedado ahí olvidado y sin miramientos, como le ha ocurrido a muchas cosas, que se destiñen en un rincón del sobrao o se diluyen, por el desuso, en la saliva de la intemperie.

Ahí permanece, como testigo de lo antiguo, como un residuo de lo que fue una época floreciente de mi pueblo: cuando mi pueblo lucía ingenio y prestancia en sus correrías por el mundo en busca de pan familiar, revestido con la blusa negra de tratante, con el mono azul de lanero, con la manta y el legón de obrero y con el trapo y la abarca de labrador? Y, por qué no decirlo, de quienes decidieron vestir sotana y toca de convento; y de quienes tomaron la ventura de emigrar en busca de futuros dentro de la oscuridad de lo desconocido.

Y de todo esto fue testigo el reloj de la torre, hoy callado y ensimismo en el lamento.

Yo no sé por qué, pero las cosas empezaron a cambiar en mi pueblo, desde que el reloj de la torre se paró a las dos menos veinticinco, no sé si de la noche o del día. Es lo mismo. Desde ese día, hay menos bautizos y más entierros. ¿Por qué será? Desde ese día, los tratantes y los laneros se fueron diluyendo y enredando en otros quehaceres; los obreros emigraron; los labradores colgaron el arado y la barcina, y se mecanizaron; y los otros, los sobrantes de otros menesteres y oficios emprendieron otros caminos. Y la torre también empezó a echar de menos el flamear de la bandera blanca del misacantano. ¿Por qué será? El reloj de la torre tampoco lo sabe. Quizás mi pueblo se esté muriendo, lentamente, a las dos menos veinticinco, no sé si de la noche o del día.

¿Dónde se habrá ido el relojero?

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