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Flecos sueltos
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Flecos sueltos

Actualizado 24/04/2017
Redacción

Flecos sueltos | Imagen 1

Aquel 11 de julio de 1990 parecía un día como los demás, pero para Pablo y Lucía era el más importante de su vida: a las seis de la tarde iban a ser padres.

juntos en el restaurante de la esquina, para no descomponer nada en casa, se habían pasado la mañana retocando los cristales, pasando la aspiradora por todos los rincones y llenando de rosas recién cortadas los jarrones de la entrada para recibir a Jorge como ellos entendían que había que recibir a un hijo: en una casa limpia como los chorros del oro, con las comodidades de un palacio y sin letras llamando a la puerta aunque para conseguirlo hubiera que esperar tanto tiempo como habían esperado ellos. Los hijos no venían al mundo con un pan debajo del brazo, como decían sus padres, los padres de sus amigos, los padres de la posguerra, aquellos padres que veían el pan de sus hijos en los puntos que Franco se sacó de la manga para fomentar la natalidad y se liaban a hacer niños sin hacer números y luego se encontraban con que aquel pan no les alcanzaba ni para lo imprescindible; los hijos venían con las manos vacías y había que recibirlos con el pan sobre la mesa y con unos padres en condiciones de poder garantizárselo hasta que fueran mayores y pudieran ganárselo por sí solos. Por eso precisamente habían tardado ellos quince años en tener un hijo. Claro que les hubiera gustado tenerlo antes, pero criar bien un hijo costaba dinero, mucho dinero, y ellos eran simples trabajadores. No podían ofrecerle un cheque en blanco para que fuera poniendo la cifra de sus necesidades y punto. Lo mejor pues era esperar a tener atados todos los flecos sueltos.

El fleco más enredado fue el piso. Lo compraron cuando se casaron, en una zona nueva. De este fleco salió otro fleco: amueblarlo. Lo hicieron pieza a pieza, para ponerlo todo a juego. También tuvieron que hacer algunas reformas: acristalar la terraza, aislar la caldera de la calefacción, poner cristales dobles en las ventanas? Parecía que los flecos de la casa no iban a acabarse nunca. Antes de acabar con las cortinas, había que empezar con las lámparas. Cada pieza que amueblaban, cosas que necesitaban: un espejo para el taquillón de la entrada, figuras de porcelana para el mueble del salón, cuadros para vestir las paredes? Entre fleco y fleco ataron también el de un coche nuevo. Por fin llegó el sobre más deseado del banco: el de la última letra pagada. Sólo una habitación quedaba vacía: la del niño, la de su hijo, la del rey de la casa. Pablo quiso pintarla de blanco, que igual valía para niña que para niño, pero Lucía se opuso, quería un color más vivo, más alegre, con más energía; Lucía quiso pintarla de amarillo, que también valía para los dos sexos, pero Pablo dijo que era el color de la mala suerte, de la enfermedad, de la muerte. Al final de la disputa decidieron que lo mejor era meter el dinero en una hucha y dejar ese fleco suelto hasta que supieran si sería rosa o si sería clavel. Al fin y al cabo el niño no iba a venir de la noche a la mañana, necesitaba nueve meses para formarse, cuarenta semanas que ellos podrían aprovechar para prepararle el cuarto a la última moda. Por fin ahorraron el dinero que según los presupuestos solicitados necesitarían para amueblar el cuarto de su hijo. Pablo tenía 42 años; Lucía, 39. Los dos gozaban de buena salud. Era el momento ideal para engendrar un hijo que traerían al mundo para ser feliz y para hacerlos felices. Suspendieron pues todos los anticonceptivos y redoblaron sus sesiones de amor calculando que el niño naciera en primavera, cuando el sol pintaba de oro los edificios, cuando los jardines se llenaban de flores, cuando los pájaros cantaban en las ramas de los árboles.

A finales de octubre Lucía se sentó ante el ordenador, creó una cuenta de correo electrónico y escribió:

Para: [email protected] Asunto: INTUICIÓN

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