¿Siempre nos queda Paris?

Hay ciudades en las que he estado más veces de las que en realidad estuve. Conozco nombres de lugares en su interior que posiblemente nunca llegaré a visitar. Sé de espacios en los que transcurrieron historias que hicieron Historia, construyendo esta el relato sobre sitios que son plazas, museos, estaciones, incluso restaurantes, cuyo nombre mucha gente ignora hoy su origen. Cuando regreso, la vida corriente no agota lo que he oído contar, aunque su palpitar vibre como suceda en muchas otras y mis recuerdos anteriores se confundan con otros. Sí, las ciudades son realidades vehementes y tornadizas. Ninguna tiene mística especial alguna, salvo la que mana permanentemente de la incansable imaginación. Qué me ocurrió, con quién lo vi, cuándo fue, qué mano entrelazaba la mía.

Pero, entre todas, dicen que Paris es una leyenda, aunque cuando alcanzo a pie la altura de Montmartre soy consciente de que su inmensidad es similar a la de otras urbes del mundo. Ya sé que no se trata de eso, ¡ah, la leyenda y sus secuelas necesarias! Pero el mito no me turba. La jornada de trabajo diurna y el anochecer temprano, hacen que mis paseos sean nocturnos. Un momento especial del día, cuando gente joven toma las calles para correr en grupo con cierta disciplina en la vestimenta y el comportamiento, o para trasladarse en biciclos y si no sobre patinetes manteniendo un equilibrio admirable. Un tiempo en que menesterosos colocan colchones y mantas para dormir en portales o en plena acera. Si en Madrid contabilizaron quinientas personas en diciembre, ¿cuántas hay aquí?

Las mezclas, las contradicciones, conforman la vida de una ciudad, como lo hacen la evolución de su patrimonio y de su urbanismo, el legado del pasado y sí, claro, los mitos. Toma cuerpo la vieja idea de que las ciudades son entes vivos en los que la gente se renueva, aunque los apellidos sean hilos conductores del poso generacional. Propietarios de siempre, advenedizos, menestrales, jubilados, muchos que estamos de paso. Mi madre refería que una pariente suya era de las que "habían entrado en Madrid, pero Madrid no había entrado en ella". Lo recuerdo cuando leo que en la parte peatonal del Boulevard René Coty está señalada la Allée Samuel Beckett, un lugar vacío, como sin duda el gran dramaturgo irlandés habría deseado. Una imprescindible reivindicación de una ciudad santuario que siempre fue suya, de todos.