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Donald.
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Donald.

Actualizado 28/01/2017
José Ramón Serrano Piedecasas

Cuando las cosas van mal se suele dar un puñetazo en la mesa o en la pared o en la puerta. Se vocifera y se maldice, incluso se profieren amenazas. El rostro se llena de ira. La culpa de tus desastres la tiene siempre el otro. El otro es una sublimación o como dirían un sicoanalista: una proyección. Mal camino el escogido. Lo suyo sería conservar la calma y pedir la opinión de todos los implicados. Primero diagnosticar; segundo sopesar la pertinencia de las terapias más oportunas; por último, elegir alguna de ellas y aplicarla. Resulta obvio para cualquier observador neutral afirmar lo siguiente: los EE.UU de hoy son muy distintos a los EE.UU de hace 50 años. Lo son para peor. Su presencia internacional ha perdido relevancia. Quizás todavía no en el plano militar, sí en el económico y cultural. En la década de los sesenta EE.UU se constituía en un referente mundial. Hoy ha dejado de serlo. Internamente, puertas adentro, la desafección ciudadana hacia los gobernantes de turno ha crecido de manera imparable. Las desigualdades sociales, la distribución de la riqueza, la asistencia sanitaria, la educación, el racismo dividen a la nación, de manera irreconciliable, entre una minoría opulenta y una mayoría desatendida y precaria. Ciudades quebradas, infraestructuras en pésimas condiciones, barrios inhóspitos proliferan por doquier. El "yes we can" de Obama no pudo ser. Su programa de gobierno se quedó a medio gas. Apuntó maneras, no obstante. No pudo ser porque "no podía ser". Él, Obama, carecía del poder efectivo. ¿En dónde reside el poder efectivo? ¡Gran pregunta¡ Quizás, Hillary Clinton podría responder con mayor conocimiento a tal interrogante. En alguna conversación privada, es posible, reconociera la evidencia: "EE.UU? está dejando de ser un imperio". Esa sola percepción hubiera logrado prolongar, al menos, su agonía. La historia, no es un drama, es una tragedia. Las cartas se echan a la mesa y las consecuencias de esas jugadas se recogen, ineluctablemente, más pronto o más tarde. La historia es el reino del más feroz determinismo. Trump quiere rebobinar el carrete. Trump se ha calzado las botas de cowboy. Trump fía a la testosterona, y no a las neuronas, la solución de sus inmensos problemas como presidente número 45 de los EE.UU de América. Trump tiene un discurso adolescente y lo apoya un público adolescente, no por la edad, más bien por su desarrollo cognitivo. No puedo evitar recordar a Mussolini cuando le veo. El mismo histrionismo, la misma agresividad, la misma prepotencia les caracteriza a ambos. Lo malo no son los modales. Lo malo son los propósitos y las decisiones. Me aterra que EE.UU construya un muro que separe a Méjico de EE.UU y que, al igual que hacían los nazis con los guettos, imputen a sus víctimas los costes. Me aterra que legalicen el empleo de la tortura y de las cárceles secretas y me aterran los nacionalismos que desplazan a las personas. Me aterran, en suma, cualquier especie de fundamentalismo que mezcle creencias y dioses (o razas) con los destinos de un país. En efecto, Trump ha iniciado su mandato vociferando y dando puñetazos en la mesa. El fascismo asoma sus orejas.

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