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Mi reloj de sol
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Mi reloj de sol

Actualizado 06/01/2017
Eutimio Cuesta

Mi reloj de sol | Imagen 1

Ayer, jueves, al contemplar la cabalgata de Reyes, que partía de La Alamedilla, se me removió la ilusión. Lo de mi ilusión infantil fue una falacia, porque, conmigo, los magos se han estirado más bien poco en la vida; pero quizás mi intento de ser cada día más bueno haya conmovido a los reyes de Oriente, y les haya hecho cambiar de opinión. Y yo, por si acaso, cuando llegué a casa, me desprendí de la cazadora, me quité los zapatos y eché manos del servus y del cepillo, y, con el auxilio de la bayeta, dejé los zapatos más limpios y brillantes que el diamante. Y los puse a la ventana y me acosté pronto.

Al amanecer el día de Reyes, ya estaba despierto; me levanté, a hurtadillas, para no despertar a mi mujer, me acerqué a la ventana, y los zapatos estaban vacíos: ni una nuez ni un higo ni un cacho turrón ni una perra gorda. Nada de nada. Mi ilusión, una vez más, sufrió un nuevo desengaño; en cambio, mi hermano fue más afortunado que yo, no sé si por aquello de la primogenitura, pero, a mi hermano, los Reyes Magos, en forma de padre, le echaron, por una sola vez, unas castañuelas. Entre los muchachos, era una preeminencia poseer unas castañuelas durante las fiestas navideñas, yo no tuve esa suerte. Y para relajar mi ansiedad, me levantaba, en pleno invierno, a las siete o a las ocho de la mañana, mucho antes que mi hermano, y me hartaba de tocar las castañuelas en el corral. No sé las veces que repetía el kirie, el gloria, el credo y los villancicos, como intentando escenificar, de verdad, la misa del gallo. Era un sueño de cada día, que todavía me cosquillea el corazón y me provoca un sarpullido agradable. Recuerdo que sacaba la lengua, la echaba a un lado de la boca y mordía su lomo, como queriendo hacer fuerza: ¡las castañuelas de mi hermano tenían que sonar más que ninguna!

Mi gozo terminaba cuando se levantaba mi hermano. Me daba un soplamocos y me advertía de que no le cogiese las castañuelas por si acaso. No le hacía mucho caso. Mi hermano dormía más tranquilo que yo, porque él tenía unas castañuelas.

Para mí, la niñez no fue una aflicción permanente, pues los Reyes Magos no lo son todo en la vida. Mi abuelo, el padre de mi madre, cuando yo tenía diez años, me regaló un reloj de sol. No te sorprendas, pues el regalo de mi abuelo fue una auténtica realidad. No presumía de reloj ante mis amigos, porque, desde la plaza de la Leña, no se veían bien los montes de la Cordillera Central. Mi abuelo me enseñó cual es el monte de las nueve, y el de las diez, y el de las once, y el de la doce y el de la una, que caía por Béjar. Y mi abuelo me adiestró en el manejo de mi reloj. "Mira al sol, me decía, y ve bajando la mirada derechita hasta tropezar con la mitad del monte; si la perpendicular cae sobre la altura del monte de las nueve, son las nueve; y, así, sucesivamente, me indicaba lo mismo con los otros montes, hasta llegar al de la una. Mi reloj solo marcaba hasta la una, porque, desde huerto de mi abuelo, no se veían más montes. A mí, la hora de la tarde no me importaba tanto, pues mi inquietud se centraba en el monte de las doce, que era el que avisaba, a mi abuelo, que tenía que dejar el cigüeñal para comer. Mi abuelo tenía la costumbre de comer a las doce solares, y yo no le hacía extraños a la hora por aquello del hambre.

Y, aunque los Reyes Magos no se hayan acordado de mí, hasta que fui grande y tuve hijos, sí puedo vanagloriarme, ante todos los muchachos del mundo, que fui el primer niño de la tierra, que tuve la prerrogativa de disfrutar de un reloj de sol.

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