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El tiempo del fin, no había sitio en la posada
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El tiempo del fin, no había sitio en la posada

Actualizado 02/01/2017
Sagrario Rollán

Entre Navidad y Reyes transcurría la infancia por caminitos de nieve-harina y musgo del prado cerca de casa. El mismo tiempo que discurre ahora como un tiempo de agitación y prisas que nos precipita frenéticamente hacia la carretera, hacia el comercio, hacia la fiesta y la risa fácil o fingida... El tiempo manda, entre el desgaste y la arruga, que ya no es bella, nos entregamos a celebraciones que nos gustan o nos agobian, depende de cada cual y con quien le toque o pueda escoger (pocas veces se escoge) el brindis.

Es necesario y hasta imprescindible celebrar, para que el tiempo no nos venza, y la insoslayable declinación de las horas no nos desgaste del todo. Somos animales simbólicos, el rito se impone... sobre "el vacío que encontramos, tú y yo por debajo de los programas anunciados, de las buenas intenciones, de las aspiraciones universales y sin precedentes al mejor de todos los mundos posibles", como dice Thomas Merton en Incursiones (1966)

Y entonces nos damos cuenta, "pues no había sitio en la posada" (Lc 2,7), que el tiempo de la celebración , de la gran alegría y la paz que irrumpen sobre el mundo sórdido y abotargado de ajetreo jaranero y mercantil es el tiempo del fin, porque se anuncia desde la hondonada de los siglos, en abisal silencio, a un mundo que no puede creer en la paz, un mundo de sospecha, odio y desconfianza (para más información abran las noticias).

No había, ni hay, sitio en la posada, porque está atestada de censos, registros, índices de audiencia, mercados de valores y mercadillos temblorosos que salvaguardan campanillas y frusilerías con bloques de hormigón, para que un apocalíptico camión no los arrase.

El tiempo del fin es el tiempo de la multitud, del "rugido indefinido", de la inquietud de "las masas turbulentas". Pero el anuncio del principio, la Buena Nueva de la natalidad que inaugura otro mundo, la Gran Alegría incipiente en el llanto de un niño, solo se deja oir fuera de la posada atestada, de la ciudad enardecida, lejos de los faros que alardean prepotentes mientras desdibujan las interminables rutas de refugiados, en las fronteras descosidas de Europa, en las heridas ahogadas en el Mediterráneo, en los desembarcos de hombres y mujeres y sobre todo niños, atenazados por el frío, amenazados de expulsión.

Y resulta que el relato de la Navidad deja de ser un bonito cuento, para, en dramático contrapunto, cobrar un sentido deslumbrante: La falta de hospedaje, el nacimiento a la intemperie, el calor de los animales, la matanza de los inoncentes, las amenazas del rey, el intento de soborno a los sabios para que cambien de ruta, el desasosiego de un padre que entre sueños decide huir con su familia. "Lo que ha de ser juzgado se anuncia y se presenta por su siniestra pretensión arrogante de poder absoluto". Mas el anuncio no puede ser oído, porque no hay sitio (en la posada) para la soledad, la calma, la atención y la conciencia de nuestra situación.

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