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NAVIDAD: Nunca Dios sin el hombre y nunca el hombre sin Dios
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NAVIDAD: Nunca Dios sin el hombre y nunca el hombre sin Dios

Actualizado 27/12/2016
Juan Carlos Sánchez Gómez

"Un elogio extremo de la trascendencia, lejanía y ausencia de Dios contradice la afirmación bíblica esencial: Dios es Dios de los hombres y en Jesucristo Dios es hombre. Los hombres ya no existen sin Dios y Dios ya no existe sin el cuidado, ocupación y preocupación por los hombres. Esto no los libra del trabajo ni les ahorra el sufrimiento, pero les abre un horizonte de esperanza, comunicándoles en medio de su debilidad un fortaleza que les hace posible ser libres, justos y serviciales ya aquí"

Olegario González de Cardedal: "El hombre ante Dios",

Ediciones Sígueme, Salamanca 2013. Cfr. pg. 77

El título de este artículo lo tomo de unas palabras de Olegario González de Cardedal, palabras que proceden de la homilía y posterior conversación el día 21 de diciembre en la fiesta de Navidad del Teologado de Ávila, en Salamanca. Palabras que vienen casi textuales en la cita que abre esta reflexión. Este profesor, mejor aún, este maestro, ha enseñado durante décadas en la Universidad Pontificia de Salamanca y ya emérito, sigue conservando su plena lucidez y su plena potencia intelectual. Al hilo de sus palabras he sentido la necesidad de leer un precioso libro suyo, El hombre ante Dios (Editorial Sígueme, Salamanca 2013). Permítaseme, antes de otra cosa, una digresión: no sé si los salmantinos son conscientes de un doble lujo: primero que este ilustre profesor, emérito ya, se haya entregado en cuerpo y alma a la docencia en Salamanca y siga viviendo en ella y segundo lujo, que la editorial salmantina Sígueme edite y traduzca al castellano libros tan importantes y tan interesantes en el panorama teológico internacional.

Vayamos al título. Cuando se oscurece y ofusca el verdadero significado de la Navidad, los hombres nos celebramos más a nosotros mismos que a Dios, nos lo ha dicho el Papa Francisco de manera precisa en la Misa de la Nochebuena: ? Pero la Navidad tiene sobre todo un sabor de esperanza porque, a pesar de nuestras tinieblas, la luz de Dios resplandece. Su luz suave no da miedo; Dios, enamorado de nosotros, nos atrae con su ternura, naciendo pobre y frágil en medio de nosotros, como uno más? Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el belén, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo. Entremos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas, nuestros pecados. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios.

Efectivamente, la belleza de ser amados por Dios, desde su gratuidad, parece que descoloca a los hombres de hoy tan autosuficientes y tan poseídos de su grandeza prometeica. El acontecimiento de la Natividad nos provoca, porque no aceptamos nada que no sea propia conquista y no nos abrimos al don y al regalo gratuitos. Los hombres actuales podremos olvidarnos de él, oscurecer su rostro, arrojar su nombre a la papelera, tirarlo a la basura porque nos parezca inservible; al hacerlo pensamos tal vez que nos liberamos de un yugo tremendo, pensamos que nos hacemos "progres" y bien pensantes, que nos hacemos políticamente correctos; los hombres en nuestra suficiencia podremos sacar pecho y ridiculizar a los que hablan de Dios como si fueran anticuados, seres de épocas caducas o no sé cuántas cosas; pero lo cierto es que con esto no solo nos herimos a nosotros mismos, sino que nos empequeñecemos, nos rebajamos en la estatura de lo humano, nos vulgarizamos, nos trivializamos y, en fin, desfiguramos nuestro rostro tan hermoso e insustituible.

La Navidad nos debería servir para acoger esta novedad del cristianismo: nunca más Dios sin el hombre y nunca más el hombre sin Dios. Ese es el intercambio o trueque magnífico del que hablan los textos de las celebraciones navideñas. El Dios-con-nosotros, que parecía una profecía demasiado audaz y de imposible de cumplimiento, en el Nacimiento de Jesús, se han tocado las entretelas de lo humano y lo divino. Dios sin el hombre significa que Dios para nosotros ya no es ni un desconocido ni el totalmente otro temido o temible; ya no es tan lejano que nos sea irrelevante, ni tan ajeno que no le podamos tratar con amor y cariño ante el rostro tierno de un infante, que se desarma hasta los corazones más enfrentados.

La discusiones de si se pone o no el nacimiento en no sé qué Ayuntamiento o de si se celebra en esta escuela o Instituto no sé qué fiesta de invierno para no tratar el tema del nacimiento, no es sino un síntoma de un agotamiento intelectual y crítico, de un complejo no resuelto en esta España nuestra de contrastes y contradicciones tribales, triviales y pueriles. Lo que está en juego es más grave: el oscurecimiento de nuestra identidad como hombres, abocado al riesgo de vivir sin sentido y sin clara identidad. La novedad del Cristianismo es esta: todo lo humano toca las entrañas de Dios: tan grande ha sido su salto mortal, su abajamiento, su atrevimiento, que quien se atreva a envilecer al hombre está envileciendo a Dios. Los Totalitarismos del siglo pasado siguen siendo un recordatorio atroz de este doble envilecimiento: el de Dios y el del hombre.

Estamos llamados a hacer nuestras las grandes críticas que los "maestros de la sospecha" hicieron de la religión, porque precisamente nos han ayudado a purificar lo que no es verdadera fe y creencia auténtica y nos han ayudado a separar el trigo de la paja. A estos maestros, como dijo algún teólogo, les deberíamos poner una vela para que nunca falsificáramos la auténtica experiencia religiosa con nuestras raquíticas vivencias o con nuestras sustituciones interesadas e idolátricas.

Pero por lo mismo, todos deberíamos considerar como patrimonio de la humanidad poder proferir el nombre de Dios sin temor, sin envidias ni discordias, proferirlo en la ciudad de las libertades con amor y con humildad, proferirlo no contra nadie, sino a favor de todos. Y por último, con qué poca altura de miras y de futuro y con qué irresponsable indiferencia afrontamos la transmisión y educación cristiana de las generaciones futuras en las decisiones que tomamos en el día a día de la vida. Pero esto último merecerá otra reflexión.

Juan Carlos Sánchez Gómez, sacerdote

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