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Mirarse al espejo
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Mirarse al espejo

Actualizado 26/12/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Acaba de nacer. Se mueve suavemente en su cuna y usted no para de mirarlo. La hipnosis podría continuar durante horas, días y meses. De hecho continuará, de manera más sutil, cada vez más sutil. No crea que dentro de algunos años va a ser del mismo modo. Pero ahora no para de mirarlo.

Tiene cerrados los ojos. Arrugas breves en una carita tranquila, a pesar de que hace muy poco estaba en el claustro materno, cálido y armonioso, y ahora ya nació a las dificultades del mundo. A la lotería triste de los desafortunados o a los pequeños premios cotidianos. De todo habrá. Usted va a hacer todo lo que pueda. Probablemente demasiado.

No han traído todavía a la madre, aún en la sala de recuperación, y usted ya tiene el pequeño privilegio de poder estar de frente, ver como respira, bajo la luz roja que le da calor y le hace el trámite de paso menos rotundo, más engañoso.

Con más miedo que otra cosa se le ha ocurrido acariciarle la carita, en el fondo para comprobar que es de verdad, que no es una simple imagen proyectada desde otra dimensión. Que el apacible rostro adormecido es real y para siempre. Usted reza lo que sabe, para que así sea. Tal vez ni reza, sino que tiene un deseo profundo y desconocido de volcarse en esa pequeña criatura frágil, que ni sitio ocupa y ya ha llenado su vida en un momento y le ha dado sentido.

Se atreve a ir más allá y quiere apreciar la tersura de sus manos, de sus deditos bien formados, que va moviendo de vez en cuando en meras tentativas de actividad. Le acerca un dedo, más grande que la mano entera, y en un impulso leve se lo ha agarrado con su pequeña fortaleza, como si le dijera que ya le conoce, que en usted se apoya y se reconoce.

No puede evitar que se le caiga una pequeña lágrima de sus propios ojos; la emoción le ha podido. Usted es un hombre fuerte, poco dado a mostrar sus sentimientos. Aquí, sin embargo, en la intimidad, no acierta a otra cosa más que a sentir un feliz estremecimiento y dejar escapar esa pequeña lágrima.

Cuánto tiempo había soñado este momento. Todo ha sido diferente, particular, ni tiempo ha tenido para comparar con lo que se esperaba. Acaban de traer a la habitación a este pequeño ser vivo, sonrosado y delicado y usted ha quedado desarmado, como si se enfrentara a su verdadero yo.

Y algo de eso debe de haber, porque sin querer ya ha notado algún gesto, alguna leve facción que le recuerda a sí mismo. Algún rasgo de familia, aunque ahora esa nariz sea como la uña del meñique. Algo de familiar ve en ese ínfimo rostro, que ya está creciendo y que se hará más grande que usted, mucho más alto y también más fuerte. Aunque ahora mismo usted desea sólo ?tan sólo- que sea feliz.

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