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¿Por qué perdió?
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¿Por qué perdió?

Actualizado 11/11/2016
Redacción

Me levanto este miércoles, como casi siempre, a las ocho y estiro la mano con ansiedad para poner en marcha la radio: ¿qué habrá pasado?, me digo inquieta y espero la noticia menos mala pero justo sucede lo contrario: lo que ha pasado es la mala noticia que tanto temía escuchar y que me decía a mí misma que no podía acaecer, ¿cómo es posible que los estadounidenses vayan a votar a un personaje tan zafio, tan déspota, tan simplista, tan demagogo? Y oigo la noticia que tanto temía: Trump es el nuevo presidente, Clinton ha sido derrotada. Y me siento mal, pero inmediatamente me hago las preguntas que me rondaron a lo largo de la prolongada campaña electoral en EE.UU.

¿Cómo es posible que el partido demócrata haya elegido a la peor candidata posible? Tras la elección del primer presidente negro, tocaba la de la primera mujer presidente. A simple vista parecía bonito: dos colectivos marginados durante siglos, los negros y las mujeres, alcanzaban el reconocimiento en la primera potencia mundial poniendo a su frente a dos de sus representantes excelentes. No lo negaré, soy mujer, y me enorgullecía que pudiera ser presidenta otra mujer, ya tocaba, me dije, es lo normal, como antes con Obama. Pero enseguida comencé a darle vueltas a la cuestión y comprendí que nos estaban ?les estaban, a los yanquis- ofreciéndoles un caramelo envenenado. Porque Hillary Clinton era la peor candidata posible, era detestada por la mayoría de las bases demócratas y buena parte del resto del cuerpo electoral. Y no porque fuera mujer ?sí, por algunos misóginos, que abundan, tal vez, pero no por la mayoría que reconoce su capacidad a las mujeres, en bastantes ocasiones a la par o superiores a la de los hombre-, sino porque, sencillamente, era una mala candidata.

Hillary es una abogada de reconocido prestigio, una tía muy lista y preparada, con un currículo que echa para atrás, pero con dos grandes déficits: escasísima inteligencia emocional ?se la ve sobrada, con aires de superioridad, de niña primera de la clase nacida para triunfar, por encima del resto, tan vulgar- que le lleva a no conectar con la gente común y corriente, que la ve extraña, ambiciosa y trepa. Junto a ello, dos grandes baldones que la acompañarán de por vida. El más reciente, la utilización de sus instrumentos informáticos personales para transmitir mensajes de riesgo que afectaban al Gobierno del que formaba parte cuando ella era secretaria de Estado: ¡qué insensatez!, me dije cuando lo supe, pero esta qué se cree, que puede hacer lo que le dé la gana. Y el otro, es el caso Lewinsky, que protagonizó su marido pero en el que ella tuvo una actuación más que dudosa y en la que, según la opinión pública, prevaleció su interés político personal antes que su dignidad, percibiéndola más como astuta que como generosa.

Todo ello la inhabilitaba para comparecer electoralmente. Además, no es la única mujer importante que milite con los demócratas, las hay incluso mejores si es que se quería presentar a una mujer, por ejemplo Elizabeth Warren, reputadas académicas, jueces, economistas. No era la única, evidentemente que no, pero sí la peor. El partido demócrata se metió él solito en el avispero, no descalificándola desde los preparativos de la campaña. E ignorando una última cosa, nada baladí: el nepotismo. Tras ocho años del marido, ¿otros ocho con ella? Los estadounidenses ya han apurado el cáliz con los Bush y saben a qué sabe. Nada, pues, justifica el error de su partido.

Aunque me duela reconocerlo, el triunfo de Trump tiene una explicación fundamental: el error Clinton, visualizada además por mucha gente que lo está pasando muy mal en EE.UU. como representante de una élite política y económica ajena a los más débiles.

Las cosas no ocurren por casualidad. Y muchos graves errores históricos tuvieron por causa errores estúpidos, engreimientos vanos, cegueras contumaces. Aquí acaba de ocurrir uno de ellos. Por eso perdió.

Marta FERREIRA

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