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Actualizado 23/10/2016
Redacción

Ay, el amor. El desinflado amor de los cadáveres recientes. El delicioso amor del panadero, hecho a la lumbre, o del turista que apenas tiene tiempo de pasar adentro y revelar tres fotos. Ay, el amor del jubilado que levanta en el aire de la playa sus castillos. El amor del que jamás espera. El amor platónico del náufrago. El amor sin pruebas del culpable. El amor paciente de Penélope. O el amor a secas.

Sucede que estos días en que todo, hasta la muerte, se rebaja, me ha dado por cambiarle el precio a cada sueño y organizar como un experto filatélico mi tiempo. Y así, yendo y viniendo del oscuro corazón a mis asuntos, me doy cuenta de que en el sello del amor hay mucho tiempo que me sobra. Me sobran, por ejemplo, los instantes que alimentan las palabras más duras; me sobran los instantes del reproche; el obstinado empeño por cambiar las sílabas de orden y prometer la luna, fría y sucia; me sobran el abandono, la bandera blanca, el miedo a la caída; me sobran los portazos, las detonaciones, la mirada esquiva, el fuego fatuo; me sobran los silencios que nunca germinaron y hasta los motivos.

Porque también en el amor, cuando menos te lo esperas, salta una liebre y todo cambia de envoltorio en nuestros labios, y el miedo y el orgullo husmean la raíz del sentimiento, y no hay circuncisión que valga en los recuerdos, ni palabras surtidas, ni metáforas. Y así vamos trazando los adioses ?siempre momentáneos? y le damos la vuelta al corazón como si fuera un calcetín o un grito, y entonces anunciamos ofertas y liquidaciones y descuentos.

Ay, el amor. El corazón hervido entre los dientes del amante carnívoro, blando como los ojos; como el poema que se abre ?cicatriz adentro? con todo su escozor y roza las suturas donde aflora el pus y sangran los recuerdos; como el poema que se abre igual que un muerto y nos revela sus secretos y mentiras en manos del forense; como tú, piedra pequeña, en el tejado ajeno.

Qué duro oficio éste el del amor, qué solución tan cara la del miedo, qué vocación de pólvora el orgullo, qué extraordinario alijo el de los besos, qué comodín tan bueno el del perdón o el de la risa floja.

Ay, el amor del solitario y del suicida, el amor embargado de las prostitutas, el amor del loco y el extraterrestre, el amor sin costuras, sin contratos, sin civilizar.

Hoy la tristeza pudo más que la ternura. Tal vez, después de recoger los platos de la mesa, sólo falte morir por un instante en el cliché del sueño y luego regresar con las tostadas; y vaciar el rostro de fantasmas y de espinas, y así pasar por la mañana y por la tarde con el pulmón repleto de saliva y de bacterias mudas y el amor adobado en esperanza.

Aquí dejo el perfume de tu ausencia y esta gimnasia tonta de querer, soñar, reír, gritar y hacernos daño. Y aquí dejo también aquel abrazo imaginado que se hundió en tu carne, y tus mejillas llenas de confeti, y mi jodida pirotecnia, y tu foto hecha cachos arreglada con celo. Ay, el amor. El propio y el ajeno.

Imagen: Saúl Puch

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