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La última decisión
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La última decisión

Actualizado 20/08/2016
José Ángel Torres Rechy

A Crisanto Grajales Valencia

El prudente y discreto joven de cabello rubio permaneció a unos pasos de la mansión, sin despegar su atenta mirada del dintel de la puerta, en espera del signo de luz que en medio de la oscuridad de la noche le indicaría el momento de entrar. Los confusos sonidos del campo llenaban el espacio, donde imperaba una atmósfera de tensión e incertidumbre. Ya un grupo de grillos levantaba su verde estridor agudo y persistente; ya un número azaroso de ranas producía borboteos al caer en la horizontal superficie del agua de los estanques; ya una rara bandada de murciélagos rozaba con sus espantosas alas las esquinas del tejado. Las lecturas de Plinio se confundían con las de S. King en la fascinada y perturbada imaginación del joven.

Su amiga dirigió el objetivo de su instrumento lumínico a la parte superior de la puerta y él puso su temblorosa mano en el metálico picaporte. Introduciendo una escondida llave maestra, accionó el dispositivo con sumo cuidado, como si no quisiera interrumpir el ecológico concierto de los animales. Clic. Entró sin producir ningún ruido con la suspendida respiración contenida en sus potentes pulmones.

No había nada más en el marmóreo vestíbulo que un sofá que se adivinaba rojo, según el juego de cortinas del recinto, cuya escarlata tela se divisaba en el confuso bosque en momentos cuando el potente sol lastimaba con sus rayos la tierra a mediodía. En una de las tres plazas de la pieza había una carta. La recogió con sus temblorosos dedos. Todo parecía resultar más fácil de lo esperado, a no ser por el enfermizo pánico que recorría cada uno de los nervios de su enfebrecido cuerpo.

Para salir, no debía aguardar ninguna señal más, pues ya no había que demorarse hasta que los habitantes de la mansión abandonaran el pueblo, en el coche que aparcaban a escasos metros. Toda la anónima gente de la población vecina conocía su historia, pero nadie se atrevía a pronunciar ni una sola de las prohibidas palabras.

Cuando el joven giró sobre sus talones, llevaba la misiva en su chaqueta. Palpaba con sus ciegas manos el inmediato horizonte. Desandaba el camino recorrido con el mismo alivio del peregrino que se acerca al destino de un hasta entonces incierto trayecto. El último clic, sin embargo, no cedió. Tuvo que buscar entre laberínticos corredores una falsa puerta trasera. Salió. Puso el pie izquierdo en el jardín? Escuchó el neumático crujido del coche sobre la maleza. Se escondió detrás de un preciso arbusto. Aguardó un larguísimo instante. Hasta que pudo volver al encuentro de su amiga al otro lado de la carretera.

Buscó entre sus bolsillos la costosa epístola que su amiga había escrito y dejado en el sofá la tarde previa. Se trataba de una ignominiosa falsificación que desencadenaría una afrenta pública insoportable para los supuestos herederos del bien inmueble. La joven pareja no buscaría más recuperar la justa mansión que era suya, pero a cambio disfrutaría el manufacturado y honesto postre delicatessen pura que la esperaba en su hogareña nevera.

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