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Por qué aquí no hay extrema derecha
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Por qué aquí no hay extrema derecha

Actualizado 14/08/2016
Redacción

Pese a nuestra tradición histórica de extremismo, la política española, afortunadamente, goza hoy día de una pacífica estabilidad.

No siempre ha sido así, claro. Un conocido mío norteamericano, ignorante de nuestra historia y de todo lo demás, me preguntó un día si Francia y España habían sido aliados durante la Segunda Guerra Mundial. "Nosotros no participamos en la contienda, porque lo que de verdad nos gusta es matarnos entre los propios españoles", le dije, recordando la Guerra Civil, las Guerras Carlistas y tantos otros trágicos episodios de nuestro pasado todavía reciente. "La verdad es que nuestra última guerra exterior fue precisamente contra ustedes ?le espeté a mi estupefacto interlocutor?, pero no se preocupe, porque fueron ustedes quienes nos dieron para el pelo".

Ahora, insisto, las cosas son de otra manera. Es más: frente a las críticas que puedan hacerse a todos nuestros diputados y a su imposibilidad en ponerse de acuerdo para formar Gobierno, Las Cortes españolas son un ejemplo de sosegado civismo en comparación con otros Parlamentos de regímenes también considerados democráticos.

Aquí, por otra parte, desde la Transición política, hace ya cuarenta años, no existe ningún partido de extrema derecha propiamente dicha, a diferencia de Francia, Alemania, Austria, Holanda, Grecia y otros países cercanos. ¿Por qué esa ausencia?

Sorprendentemente, carecemos de análisis políticos en profundidad de ese fenómeno ya que, incluso, minúsculos grupos conservadores intransigentes, como VOX, no pueden incluirse en esa catalogación y además no tienen ninguna relevancia.

A falta, pues, de los pertinentes estudios que lo esclarezcan, cabe pensar que nos hemos instalado en una moderación que ya quisieran para sí los estadounidenses ahora bajo la amenaza de Donald Trump. Ése sería aquí un probable mérito del Partido Popular que, aparte de sus errores y corruptelas, ha domeñado a lo más ultramontano de su clientela y la ha sometido al imperio de la ley y de las urnas.

Esa hipótesis y la ausencia de otras violencias mayores que, en cambio, amenazan desde Gran Bretaña hasta Turquía, deberían ofrecernos algún motivo de orgullo y esperanza en medio de nuestra actual y repetida frustración política.

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