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Toda una vida
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Toda una vida

Actualizado 01/08/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Los campos sestean al sol de agosto. Por estas tierras bajas ya hace tiempo pasó la cosecha. Quedan los restos en forma de cortos rastrojos entre los que aparecen, como ordenadas a boleo las matas de alcaparra, con sus sofisticadas flores blancas. Así, uno y otro, se repiten los cercados por estas bajas lomas camino hacia el mar.

Es paradójico, pero para llegar hay que subir una leve cuesta. Antes, a la izquierda se nos ha quedado el inicio casi oculto de una larga playa de arena blanca y de aguas transparentes y turquesas. Cuando se llega arriba, se abre el ancho mar azul, con un leve oleaje que suavemente muere en los grisáceos roquedales, horadados por charcos blancos de sal gruesa.

Del otro lado hay casas bajas. Todas humildes. Con lo imprescindible o aún ni eso, porque allí se va a vivir unos pocos meses al año. Meses adustos, como la gente de esta isla, acostumbrada a pasar sed cuando hay sequía y a pasar hambre poco tiempo después, cuando la tierra no ha podido dar fruto cierto.

Así era el paisaje de este entorno, desde hace siglos. Desde antes de que los piratas berberiscos azotaran estas costas, las amenazas ya venían del mar. Por eso la población se hizo interior. Pocos pueblos son costeros y los que casi lo eran, se envolvían de murallas y sus buenas razones tenían para ello.

Solo cuando los de fuera empezaron a venir en son de paz cambiaron las tornas y la costa cobró importancia. Se empezaron a construir edificios y poblaciones, las que ya existían multiplicaron sus dimensiones y se olvidaron reglas no escritas, el paso que solían abrirse las torrenteras cada cincuenta años, las costumbre ancestrales ligadas con la tierra, el nombre de los aperos, los ciclos de la naturaleza?

Vinieron nuevas gentes, que fueron bien acogidas, se instalaron y hasta muchos se amoldaron a las viejas costumbres y a la suave lengua de los paisanos. Primero del sur, de tierras más abiertas y alegres, vinieron para quedarse, para mezclarse con el tiempo con la vieja estirpe milenaria. Luego del norte, más ricos y más distantes. Y no todos ellos para quedarse. La mayoría de paso, el tiempo imprescindible para enrojecer y volver a sus brumas.

Ella vio todo eso. Se crió en el campo para trabajar en él. El mundo era pequeño. Su noche de bodas la pasó a escasas leguas de su casa, y nunca fue más allá. Tuvo hijos, los crió, enviudó y con su vestido negro y su tocado no pudo evitar ver los grandes cambios que en menos de una generación trajeron el turismo y sus secuelas. Lo que era el centro del universo se convirtió en una pequeña isla más en mitad del gran mar, hollada por millones de extranjeros que alteraron el ecosistema antiguo.

No es fácil percibir tanto cambio en unos pocos decenios. Ver alterados los horizontes de manera imprevista. Seguía el temor a lo que viene de fuera, pero ahora se les abrían las puertas del todo y se les daba lo más preciado. Que traían dinero, sí, es cierto. Pero también otras cosas peores, como invasores que traen cuentas de colores, pero también delincuencia y gamberrismo.

Así se le fue la vida. Preocupada por las nietas, que veía sometidas a mil tentaciones, a todos los riesgos del mundo que venían con esas oleadas de hombres ávidos de carne fresca, de gente reprimida en sus países a los que los calores mediterráneos despertaban los peores instintos. No era para tanto. O no era todo para tanto. Pero su mente había madurado para otros valores, para otro entorno, para otra vida.

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